miércoles, 15 de junio de 2011

DE REGRESO

1 Marante se despidió de Villar, salió de la gasolinera y caminó hacia el coche. Antes de subir se detuvo junto a la portezuela bajo la llovizna que comenzaba a caer. El pueblo había cambiado mucho desde su partida. Las casas que recordaba se veían aprisionadas entre grandes bloques de pisos levantados donde entonces había prados o alguna vivienda vacía. Tuvo la impresión de formar parte de un decorado desaparecido durante su ausencia. Subió al coche, dejó en la guantera el décimo de lotería que Villar acababa de regalarle, y se recostó contra el cabezal sin decidir cuál iba a ser su próximo movimiento. Una mujer lo observaba al abrigo de un paraguas desde el otro lado de la carretera. Un par de días antes, mientras conducía de regreso, Marante había pensado en lo que se encontraría las primeras semanas: gestos de curiosidad y de reconocimiento, sincero interés por cómo le habían ido las cosas en unos y deseo mal disimulado de que las cosas no le hubieran ido bien en otros. Las cosas no le habían ido bien. La empresa de transportes para la que trabajaba había quebrado tres meses atrás, aunque a los pocos días recibió una llamada de Novoa ofreciéndole un puesto de vigilante en el pequeño hotel que iba a abrir cerca del pueblo. Hacía tiempo que ya no tenía nada que lo atara en el sur, así que decidió volver definitivamente.
Condujo hasta las afueras y aparcó frente al portal. Subió las escaleras, atravesó la penumbra del rellano y entró en el pequeño apartamento. Se paró frente al espejo del vestíbulo. Al mirar su rostro, recordó la alegría que su mujer y él habían sentido otra mañana de diciembre como aquella, una semana después de casarse, mientras se alejaban del pueblo y las casas desaparecían en el retrovisor. Bajó la vista y siguió adelante.
2 Esa misma tarde, Marante tenía una cita con Novoa en el puerto. Decidió comer en la cafetería hasta donde acompañaba a veces a su padre antes de que éste saliera al mar. Condujo hacia el otro extremo del pueblo. Bajó del coche, entró en el local y se sentó junto a la ventana. La camarera, una joven a quien no conocía, anotó lo que iba a tomar y volvió a la cocina. Mientras esperaba, Marante contempló los barcos de pesca atracados en el muelle y fondeados en las zonas de más calado de la desembocadura del río. Algunos armadores habían cambiado sus viejas embarcaciones de madera por otras con casco de fibra de vidrio, pero también seguían allí barcos como el de su padre. El Mandeo era un pesquero de siete metros con una pequeña cabina y barandillas en la cubierta de proa para poder transportar las nasas. Esa mañana, Villar le había comentado que el nuevo propietario lo había puesto en venta, y Marante había sugerido, bromeando, la posibilidad de comprarlo entre los dos. Al cabo de unos minutos, la camarera dejó la comida sobre la mesa y le deseó buen apetito con una sonrisa. No había demasiada gente en el local, al contrario que aquellos tiempos en los que cuando un cliente terminaba su almuerzo, otro aguardaba ya para ocupar su sitio. Después de comer, Marante fue hasta la barra y le pagó a la camarera. Se dijo que mañana comería allí de nuevo y entablaría conversación con ella. Salió y echó a andar hacia el muelle.
Se detuvo al borde del pantalán donde se amarraban los cayucos y las lanchas deportivas. El Mandeo estaba fondeado a diez metros de tierra. La franja roja que recorría de proa a popa el casco pintado de blanco se veía algo descolorida por las inclemencias del tiempo, pero el barco parecía en buen estado. Marante se preguntó si el viejo motor de bancada seguiría funcionando, o si sería posible volver a ponerlo a punto. Durante más de media hora esperó a Novoa mirando la playa, el cielo nublado, las grúas, los almacenes y el varadero. Luego preguntó por él a los marineros que se preparaban para salir a faenar, pero Novoa no había aparecido por el puerto en todo el día, y ninguno sabía dónde se había metido. Marante regresó a la cafetería y telefoneó a su casa, pero respondió su mujer y le dijo que aún no había llegado. La camarera había terminado ya su turno. En su lugar estaba el propietario, un tipo huraño que muchos años atrás, cuando Marante era niño, se había enrolado en el barco de altura del que su padre era engrasador. Marante pidió un café y lo tomó apoyado en la barra. Aunque anteriormente el viejo le había dirigido la palabra apenas un par de veces, no le permitió pagarlo. Marante lo miró con un escueto gesto de agradecimiento. Luego salió a la calle y subió al coche.
Antes de volver a casa pasó unos minutos en la gasolinera charlando con Villar. Una vez más, le planteó una posible compra del Mandeo en un tono de broma que en realidad ocultaba el deseo creciente de que se interesara por la idea, pero la economía de su amigo tampoco estaba en su mejor momento.
3 Marante volvió a telefonear a Novoa, de nuevo sin resultado. Se sentó en el sofá de la sala. A pesar de los edificios más recientes, hasta allí seguía llegando el graznido lejano de las gaviotas que sobrevolaban la desembocadura del río. Se acordó de cuando su padre los llevaba a pescar a Villar y a él, y sonrió con melancolía al recordar el olor a salitre, gasoil y pescado seco en el interior de la cabina, el ronroneo del motor, las jornadas de pleamar con viento nordeste en las que había más pesca, y la fuerza del oleaje mientras su padre ponía rumbo a la boca de la ría. Dirigió la mirada hacia la ventana. Estaba oscureciendo. Se levantó oyendo el sonido de la radio que alguien había encendido un rato antes en el piso de abajo. Marcó el número de teléfono de Novoa sin esperar encontrarlo, pero esta vez respondió el propio Novoa. Al parecer, lo había llamado a su casa porque un imprevisto lo iba a retener hasta tarde, al mismo tiempo que Marante comía en la cafetería del puerto. Ahora ya estaba solucionado, así que decidieron verse una hora después en uno de los bares del centro. Marante fue hasta el cuarto de baño para asearse. Se secaba la cara cuando sonó el teléfono. Regresó al salón, y en cuanto descolgó el auricular oyó la voz entusiasta de Villar preguntándole si acababa de escuchar lo que habían dicho en la radio. Ante su respuesta negativa, Villar le explicó con una carcajada que ya se había celebrado el sorteo de lotería, algo que Marante había olvidado por completo, y su número era ganador del tercer premio. Durante unos segundos, Marante se sintió aturdido. Después pensó en el Mandeo, y de inmediato sintió vértigo al preguntarse qué demonios había hecho con el décimo. Mientras Villar hablaba de cosas con las que Marante siempre había soñado y que el propio Marante había olvidado ya y bromeaba diciendo que esperaba que ahora lo dejara subir alguna vez a bordo, Marante trataba de reconstruir sus pasos desde que salió de la gasolinera por la mañana hasta ese momento. Recordó haber metido el décimo en la guantera del coche, pero no estaba seguro de haberlo sacado al llegar a casa. Sin soltar el teléfono se llevó una mano a los bolsillos del pantalón y de la camisa, pero no lo encontró; luego estiró el brazo hasta la silla donde había dejado la cazadora y rebuscó en su interior, con el mismo resultado. Al fin logró despedirse intentando no ser demasiado cortante con Villar. Cogió las llaves, corrió escaleras abajo, salió a la calle y se detuvo a pocos metros del portal: el coche no se hallaba en el lugar donde lo había aparcado. Tuvo la impresión de que alguien le estaba gastando una broma grotesca. Se preguntó si se habría equivocado de sitio y trató de recordar dónde lo había dejado en realidad. Miró con angustia a un lado y a otro y caminó hasta el final de la calle observando cada coche aparcado junto a la acera. No había más que seis en las inmediaciones del edificio, y ninguno el suyo. Cruzó la calle y miró de nuevo a su alrededor. Finalmente regresó abatido al portal. Se apoyó contra la pared dominado por una sensación de mareo. Permaneció allí unos segundos. Luego subió las escaleras, entró en casa y marcó el número de la Guardia Civil. Tras una breve espera, informó con voz maquinal de la desaparición del coche, y le respondieron que tendría que ir al cuartel a poner una denuncia.
4 Después de llamar a Novoa y posponer la cita para la mañana siguiente, Marante salió de casa y echó a andar hacia el cuartel, situado a dos kilómetros del pueblo. A esa hora apenas quedaba gente en aquella calle de las afueras. Marante se cruzó con un desconocido al que devolvió el saludo sin que llegaran a reconocerse. Pasó frente a la estación de ferrocarril, dejó atrás las últimas casas y caminó por una carretera mal iluminada que se perdía en la oscuridad. Subió el cuello de la cazadora y hundió las manos en los bolsillos a causa del frío. No aceptaba la idea de regresar a su apartamento después de haber puesto la denuncia. Tenía que tratar de olvidar pronto aquel asunto; en realidad, empezaba a comprender que, desde su partida años atrás, había acumulado demasiadas cosas que olvidar. Se preguntó cómo iba a explicarle a Villar lo sucedido. La brisa marina y el ruido de las olas le proporcionaban un consuelo insignificante frente a la sensación de fracaso que le invadía. Una hilera de árboles bordeaba la playa. De vez en cuando echaba un vistazo hacia allí, pero lo único que quería era llegar y terminar lo antes posible. No sabía en qué punto del trayecto se encontraba. Una sombra a lo lejos llamó su atención. Poco después, la luz de una farola le permitía distinguir la carrocería de un vehículo parado a un lado de la carretera, a escasos metros de la señal que indicaba el desvío a una aldea cercana. Aceleró el paso. A medida que se aproximaba, reconoció el color, la forma y la matrícula de su coche, y en seguida se dio cuenta de que tenía el morro estrellado contra el tronco de un árbol. Corrió hasta el lugar del accidente y se detuvo junto a la puerta abierta del conductor. El parabrisas estaba manchado de sangre y el lado izquierdo del capó se había deformado por la fuerza del impacto. Marante echó un vistazo en torno al vehículo, pero no vio rastro del ladrón. Supuso que habría logrado salir del coche y ya estaría lejos, aunque también era posible que se hubiera agazapado al pie de una duna en cuanto lo oyó llegar. Quizá hubiera más de una persona cerca. Recordó cómo habían terminado otros incidentes similares ocurridos en el pueblo, y pensó que tal vez lo más prudente fuera ir directamente hasta el cuartel. Sin embargo, se apoyó en el asiento delantero y abrió la guantera. Rebuscó entre las cintas y los documentos, y su corazón latió con rapidez cuando dio con un pequeño trozo de papel. Lo cogió, se apartó del coche y lo extendió ante sus ojos: bajo la escasa luz pudo leer el número y ver la ilustración del décimo de lotería. Dejó escapar una carcajada de alivio. Abrió la cremallera de la cazadora y lo guardó en uno de los bolsillos interiores. Luego tomó aliento y recibió con agrado la brisa del mar. Iba a seguir su camino, pero se volvió al percibir como algo se movía más allá de los árboles. Aguardó un instante, y retrocedió unos pasos mientras llegaba a sus oídos el ruido de pisadas a través de los arbustos. Al cabo de varios segundos, un hombre entró en el halo de luz tambaleándose cabizbajo y se paró detrás del coche. Levantó la cabeza y se sobresaltó al ver a Marante, su cuerpo se tensó. Aunque estaba herido en la frente, su expresión no era de dolor sino más bien de miedo. Debía de tener la misma edad que él, pese al rostro triste y demacrado y a la boca en la que faltaban dientes. Marante no perdía de vista sus movimientos. El temor se tornó en ansiedad en el rostro del hombre. Marante cerró los puños al leer en sus ojos la súbita posibilidad de una reacción violenta. El hombre miró a un lado y a otro y se fijó en la señal de desvío. Parecía decidido a marcharse, pero sacudió la cabeza y se tocó la frente con una mueca de dolor. Sin apartarse de donde estaba, Marante extendió un brazo ofreciéndole ayuda. El hombre miró de nuevo a su alrededor, le dio la espalda y se alejó rápidamente por el camino. Marante oyó como sus pisadas se desvanecían en la distancia, luego sólo el susurro de las ramas y el oleaje. Avanzó entre los árboles hasta sentir la arena bajo sus pies. La marea estaba subiendo, las olas rompían contra los acantilados en el límite de la playa. Soplaba viento nordeste. Marante contempló la costa y las luces de los barcos que faenaban en la boca de la ría.

martes, 5 de abril de 2011

BAJO LA NIEVE

En la comarca nevaba cada tres o cuatro años, pero, debido a la proximidad del mar, cuajaba de tarde en tarde, y cuando lo hacía la nieve no tardaba más de un par de días en derretirse totalmente. En esas ocasiones excepcionales, el pueblo y las inmediaciones amanecían bajo un manto blanco: el muelle, el puente de piedra, el torreón medieval, las calles ascendentes, los bosques y los prados, todo estaba cubierto de nieve, y el que se levantara temprano tendría la suerte de verla tal y como había quedado recién caída, antes de que cientos de pies o de neumáticos dejaran sobre ella sus huellas sucias.
Una mañana de febrero, mi hermano y yo entramos en el colegio y encontramos las aulas prácticamente vacías. La nieve había bloqueado las carreteras. Los autobuses escolares no habían podido pasar, y los alumnos que venían de otros pueblos o de las aldeas más alejadas se habían quedado en casa. En el colegio sólo estábamos los que vivíamos en el pueblo o en las cercanías y los internos. Al fin, después de diez o quince minutos de espera, nos anunciaron que no habría clase en todo el día. Andrés, Juan Diego, Miguel y yo salimos a la calle. El bar contiguo al colegio tenía los cristales empañados, pero se distinguía a los dueños de los comercios del barrio tomando cafés y chupitos junto a la barra. Los únicos coches que había en la calle eran los suyos.
–Hace un frío que mata maricones –observó Miguel.
–Yo me voy a casa –dijo Juan Diego, que vivía a cinco kilómetros del pueblo y tenía que volver caminando.
–Espera un poco –dijo Andrés.
Su madre lo había traído en coche, y ahora estaría esperando su llamada para venir a buscarlo en caso de que no hubiera clase. Miguel y yo vivíamos en una aldea cerca del pueblo, una zona de prados, terrenos y bosques donde apenas pasaba algún tractor y la nieve habría cuajado más que en ningún otro sitio. Nos quedaba toda la mañana por delante, así que les propuse ir hasta allí. Juan Diego no quería, pero Andrés le dijo que a la vuelta llamaría a su madre desde una cabina y ella lo llevaría hasta su casa. Juan Diego aceptó entonces, y después de un rato tirándonos bolas de nieve echamos a andar hacia la aldea. Al pasar frente a la desembocadura del río vimos los campos de la otra orilla con un aspecto totalmente nuevo. Cruzamos la carretera, tomamos un camino y unos minutos después atravesábamos un bosquecillo de castaños. Ahí comienza una empinada cuesta que termina poco antes de la casa de Miguel. Luego hay un tramo llano y unos metros más adelante el camino se cruza con el que pasa junto a la mía. Los charcos se habían helado, teníamos que andar con tiento para no resbalar sobre ellos. La nieve seguía intacta en el camino y los alrededores. Cuando llegamos al final de la cuesta, levanté la vista hacia uno de los montes que protegen el valle donde se encuentra la aldea. Recortado contra el cielo gris se veía el castillo medieval situado a seis o siete kilómetros del pueblo. Mi hermano y yo solíamos subir cada año al final del verano, pero yo recordaba haber estado muy pocas veces en invierno, y nunca un día como aquel. Nos detuvimos frente a la casa de Miguel, y estuvimos un rato empujándonos contra los arbustos, arrastrándonos entre la nieve y tratando de correr por el terreno adyacente.
Sería cerca del mediodía cuando empezamos a sentir hambre y decidimos volver a casa. Nos despedimos y Miguel entró en la suya. Vi como Andrés y Juan Diego desaparecían en dirección al pueblo y eché a andar hacia la mía. Aunque en algún momento de la mañana había notado algo parecido a un ligero mareo, supuse que sería por el cansancio y no le di importancia. Pero ahora, mientras andaba en solitario camino adelante, reparé en que mis pies estaban empapados y en el fuerte ataque de asma que sufría. Estaba muerto de frío, tenía mucho más del que hubiera imaginado durante los minutos anteriores. Sentí que me desvanecía. Tuve ganas de tumbarme en el suelo, entre la nieve protectora, y descansar. No hay demasiada distancia entre la casa de Miguel y la mía, pero me pareció que no conseguiría recorrerla nunca. Seguí avanzando como un autómata bajo el cielo gris, ajeno a los campos que me rodeaban, a las casas de chimeneas humeantes y a los coches que de vez en cuando circulaban por la carretera. Al fin salí al otro camino. Recorrí varios metros acompañado por el crujir de la nieve bajo mis pies y llegué al portal. Lo abrí y lo cerré sin fijarme en lo que hacía, como si pasara a través de él, y anduve un último trecho mientras los perros jugueteaban entre mis tobillos. Entré en casa por la puerta del garaje y me dejé caer al suelo de la cocina. Me quité los guantes de piel empapados. Al cabo de unos segundos, me puse de pie y entré en el cuarto de baño. Después de abrir el grifo con dificultad a causa de los dedos entumecidos, metí las manos bajo el agua caliente sin tener idea de si eso era bueno o no. Pero, poco a poco, el calor volvió a mis manos, y después a todo mi cuerpo. Me sentí mucho mejor. Cerré el grifo y me sequé bien. Luego subí a mi habitación, me cambié los calcetines y me puse una chaqueta gruesa. Antes de salir al pasillo miré por la ventana. En lo alto del monte veía el castillo medieval, testigo a lo largo del tiempo de otros días mágicos como aquél de febrero en que el pueblo amaneció cubierto por un sorprendente, misterioso y efímero manto blanco.

domingo, 16 de enero de 2011

HATHAWAY

Hathaway aparcó cerca del edificio donde lo esperaba McNally para darle el dinero por haber matado a Barrett. Estaba situado en un barrio tranquilo, aunque el tranvía circulaba a pocos metros de la azotea haciendo temblar sus cimientos. Con aquella pasta, Hathaway pensaba largarse de la ciudad y viajar hacia el sur, hasta aquel lugar de América Central donde pasaría tranquilamente el resto de sus días. McNally probablemente cayera antes de retirarse, pero él no iba a terminar como McNally ni como tantos otros. Estaba cansado. Llevaba en eso mucho tiempo y era el momento de dejarlo. Bajó del coche y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Hacía una noche de perros, pronto volvería a llover. Recorrió los escasos metros que lo separaban del portal y entró en el edificio. Como de costumbre, no se oía ruido alguno en la portería ni en las escaleras. Subió hasta la segunda planta. El tranvía pasó cuando estaba a mitad de camino y sintió como vibraban los vetustos escalones de madera. Avanzó por un pasillo en penumbra y se detuvo frente a la puerta del fondo. La golpeó con los nudillos. McNally siempre respondía de inmediato, como si estuviera al otro lado esperando su llegada con la mirada puesta en el reloj. Pasaron varios segundos y la puerta seguía cerrada. Hathaway se llevó la mano al interior de la gabardina y sacó la pistola con suavidad y rapidez. Sujetó el pomo, lo giró sin hacer ruido, empujó la puerta y se asomó al interior. Desde el vestíbulo distinguió una parte del salón: todo parecía en orden. Se deslizó hacia dentro del apartamento y cerró la puerta a su espalda. Fue hasta el salón empuñando la pistola a la altura de la cintura. Se detuvo: frente a él, tirado al pie del sofá, estaba el cuerpo de McNally. No hacían falta comprobaciones de ningún tipo: su rostro blanquecino, congelado en una estúpida mueca de sorpresa, era el de un fiambre. Hathaway miró a un lado y a otro. Atravesó el salón y entró en la cocina, en la habitación y en el cuarto de baño: no había nadie en el pequeño apartamento. Mientras volvía al salón las ventanas vibraron con el paso del tranvía. Se arrodilló junto al cuerpo de McNally y le giró la cabeza. Tenía un balazo en la sien, un tiro certero que probablemente hubiera venido de la puerta de entrada al apartamento. Alguien que sabía que iba a estar allí a una hora determinada lo había matado. Probablemente alguien al tanto de la cita que tenían en aquel apartamento, y por tanto quizá enterado también del trato entre McNally y él. Se preguntó quién podría querer matar a McNally. La imagen de Tony Cianelli vino a su mente de inmediato. No podía ser otro, era el único que podía saber que McNally buscaba eliminar a Barrett porque los tres habían trabajado juntos y las cosas no habían terminado bien. De hecho, Hathaway siempre había sospechado que, después de Barrett, McNally le encargaría que matara a Cianelli. Tenía que marcharse enseguida, localizarlo y acabar con él, y eso podía llevarle tiempo. Se suponía que el trabajo de Barrett era el último antes de coger el avión y largarse para siempre de aquella maldita ciudad. Buscó con impaciencia en los bolsillos de McNally, pero no encontró el dinero. Probablemente Cianelli lo hubiera sustraído después de matar a McNally, aquello corroboraba que conocía el trato entre ellos. Se puso en pie. Aquel maldito Cianelli se las iba a pagar. Caminó hasta la puerta y echó un vistazo al pasillo antes de salir. Sonó un trueno que hizo temblar las paredes del edificio. Bajó rápidamente las escaleras mientras llegaba a sus oídos el ruido de la lluvia. Subió el cuello de la gabardina y se caló el sombrero. Se sintió fatigado, en ese momento debería encontrarse en casa con el dinero, haciendo las maletas y pensando en el viaje hacia el sur. Llegó al vestíbulo y abrió la puerta brúscamente. Iba a salir pero se detuvo en el umbral: había dos coches de policía aparcados junto a la acera de enfrente, y varios polizontes, que ya lo habían visto entre las sombras del vestíbulo, lo encañonaban con ganas evidentes de abrir fuego. Cianelli los habría avisado, así le cargaba el muerto a Hathaway y lo quitaba de en medio para disfrutar con tranquilidad de la pasta que le había birlado a McNally. Un buen plan, el de Cianelli, y Hathaway aún iba a tardar algún tiempo en ajustarle las cuentas. Uno de los polis le gritaba que levantara las manos y saliera. Se le pasó por la cabeza correr escaleras arriba. Pero no tenía ninguna posibilidad: lo cazarían en las plantas superiores y le meterían más plomo del que él fuera a meterle nunca a aquel hijo de puta de Cianelli. Levantó las manos, salió del vestíbulo y se detuvo frente al portal. El agua se deslizaba por el ala de su sombrero. Dos agentes salieron de detrás del vehículo y echaron a andar hacia él sin dejar de apuntarle. En unos segundos le quitarían la pistola, lo esposarían y lo harían entrar a empujones en el coche, otra vez a pasar por lo mismo de siempre. “Mierda”, pensó Hathaway, “y encima llueve”.