lunes, 19 de noviembre de 2012

RUIDOS


A Songül,  Amália y Pablo
A lo largo de la semana se despertaba en mitad de la noche y no lograba conciliar el sueño. Dejaba pasar las horas con la mirada perdida en la oscuridad, cambiaba de posición buscando reposo, y siempre acababa oyendo ruidos procedentes de la cocina: eran ruidos de pisadas, de cajones que se abrían y cerraban y de objetos que caían sobre la mesa. Los oía durante unos minutos. Luego los ruidos se interrumpían pero él seguía tumbado en la cama sin poder dormir, hasta que a las seis y media sonaba el despertador y se levantaba para ir a trabajar.
Cogía el metro agobiado entre la muchedumbre y padecía el masaje para el afeitado de unos, la colonia de otros, el perfume de otras y el sudor de aquellos que no tenían la decencia de ducharse cada mañana. Al cabo de una hora llegaba a su parada, aunque a menudo había tantos pasajeros que tardaba media hora más, y otras veces el tren permanecía bloqueado dentro de un túnel durante quince o veinte minutos. El conductor rogaba paciencia, y aunque nunca decía la causa de las detenciones, él sabía bien a qué se debían: alguien había bajado a la vía y había echado a andar hacia el interior del túnel, hasta que un tren surgió de la oscuridad y lo arrolló.
Entraba en su despacho después de saludar a su secretaria, una muchacha agradable y atractiva a la que llevaba veinte años, con quien mantenía una relación cordial pero distante. No podía evitar fijarse en sus piernas cruzadas por debajo de la mesa, y en ese momento pensaba siempre en el tipo joven y puesto al día que se acostaría con ella cada noche, lo que le producía un extraño dolor. Trabajaba más de diez horas y salía del despacho sólo para comer. Lo hacía en el comedor del sótano, junto a sus compañeros, mientras miraban disimuladamente a las secretarias, que charlaban y sonreían en otra zona del local. Luego regresaba al despacho, y antes de entrar solía distinguir una expresión ausente en el rostro de su secretaria. Ya había anochecido cuando volvía a coger un metro abarrotado, aunque a esa hora apenas se producían detenciones en medio del túnel: los suicidios solían tener lugar al comienzo de la jornada. Después de llegar a su casa cenaba lo que le había dejado preparado la asistenta, a quien raramente veía. En seguida se acostaba sabiendo que más tarde volvería a oír los ruidos. Al cabo de un rato cerraba los ojos y lloraba en silencio, sin nada que abrazar o a lo que agarrarse.
Una noche helada de finales de febrero, oyó los ruidos en un tono más elevado del habitual. Luego las horas pasaron con lentitud, hasta que distinguió voces lejanas, los pasos de los vecinos más madrugadores bajando las escaleras, el ruido de una persiana que se abría, y supo que pronto sonaría el despertador. Al levantarse se sintió mucho más cansado que de costumbre. Estaba abatido, le invadía un desfallecimiento que nunca había sentido con tanta intensidad. Se vistió, se sentó para ponerse los zapatos, y apenas fue capaz de volver a incorporarse. Antes de salir, observó su rostro en el espejo del vestíbulo: a pesar del afeitado y del olor a colonia, tenía un aspecto demacrado. Mientras esperaba el tren, decidió sentarse en uno de los bancos porque casi no se tenía en pie. Apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Necesitaba dormir, pero sabía que si lo hacía los ruidos volverían a despertarlo. El tren iba a tardar aún varios minutos en llegar, y luego vendría una espera de un cuarto de hora en medio del túnel y la mentira velada del conductor. Sintió ganas de llorar, como cuando se acostaba al final de la jornada. Levantó la vista. Una joven envuelta en un abrigo rojo salió de la escalera mecánica, pasó por delante de él y se paró al borde del andén. Parecía su secretaria. Se irguió para saludarla, pero antes de llegar junto a ella se detuvo avergonzado. Debía de ofrecer un aspecto horrible, tuvo la impresión de que todos los que esperaban lo estaban observando. Un chirrido lejano se oía ya proveniente del túnel. Dejó el maletín en el suelo y saltó a la vía. Oyó exclamaciones sobre su cabeza, los otros pasajeros lo exhortaban a subir, aunque nadie se decidía a bajar para sacarlo de allí. Pero ahora no veía ante él más que la oscuridad del túnel, del que provenía como un eco el ruido del tren. Dudó si echar a andar o seguir donde estaba, en ese momento alguien gritó su nombre allá arriba. Al levantar la vista pudo ver a su secretaria, que le tendía la mano desde el borde del andén.

lunes, 5 de noviembre de 2012

FANTASMAS

A Grillo, Emma y Javier Simpson
Mi abuela materna falleció hace diez años y mi abuelo hace seis. Mis abuelos vivían con una de mis tías en una casa indiana que mi bisabuelo construyó a principios de siglo, cerca de una aldea situada en una península húmeda y boscosa del norte. Es un edificio amplio y acogedor, pero el retrato de un antepasado, una estampa de la virgen o un cuadro desdibujado por el paso del tiempo pueden darle un aire algo tétrico al rellano de una escalera o a una habitación apartada. De chaval me asustaba subir solo hasta la última planta, pero hoy resulta un lugar ideal donde leer una tarde de invierno. La casa está rodeada por un muro y un jardín, y en la parte de atrás hay un cobertizo para guardar leña, un pozo, un lavadero y un hórreo que ya no se utiliza. Cuando éramos niños, mi hermano y yo trepábamos hasta los tornarratos y contemplábamos el extenso prado que llega hasta el otro lado del muro y los sombríos bosques de castaños de los alrededores.

Mi tía está enferma, pero toma una medicación que le permite llevar una vida normal. De todas formas no le conviene quedarse sola en casa mucho tiempo, así que los sábados y domingos los pasan en la aldea mi madre o mi madrina, y durante la semana vive con ella una señora que llegó hace unos meses de Bolivia buscando trabajo.

Después de morir mis abuelos, una asistente social nos puso en contacto con Katia y Petro, dos rusos que viven en un pueblo cercano, y les propusimos que se instalaran en la casa. Katia  había trabajado en otras casas antes y Petro es soldador en un astillero de la zona. Una tarde fueron hasta la aldea, y después de pasar un rato charlando con mis tías y con mi madre no les costó decidirse, encandilados por aquel lugar tranquilo y al mismo tiempo próximo a la carretera donde para el autobús de cercanías. Cuando surgió la posibilidad de que vivieran con mi tía, pensamos que podrían instalarse en una habitación de la planta baja, contigua a una pequeña biblioteca y a un cuarto de baño situados junto a la entrada principal. Biblioteca, habitación y cuarto de baño forman una especie de estancia independiente que permitiría a Petro y a Katia disfrutar de una cierta intimidad, aun compartiendo el resto de la casa con mi tía.

Katia se instaló un dos de noviembre y Petro, a causa de unos asuntos que resolver en el pueblo, vendría unos días después. Mi madrina, que vive en Madrid, pasó una semana con ellas. Katia y mi tía se entendían bien y parecía que la convivencia iba a ser fácil. Sin embargo, esa primera semana apenas durmió allí tres o cuatro noches, pues a media tarde tenía que ir al pueblo por algún motivo (porque era su cumpleaños y quería celebrarlo con Petro, para hacer unas gestiones, para llevarle a Petro un paraguas), y ya no regresaba hasta el día siguiente. Aunque a mis tías les pareció extraño, lo atribuyeron a las complicaciones habituales cuando se deja un sitio para empezar a vivir en otro.

El domingo por la noche mi madrina cogió el tren para Madrid. Al llegar telefoneó a mi tía y ésta le dijo que Katia tampoco había dormido en la casa. Durante la semana siguiente Katia no pasó allí dos noches seguidas, y las pocas veces que se quedó, se encerró a media tarde en su habitación y no salió hasta el día siguiente. El viernes por la mañana, mi madrina habló con ella por teléfono y le explicó que tenía que quedarse a dormir, que no podía dejar a mi tía sola. Pero Katia volvió a marcharse al cabo de unas horas.

El sábado por la mañana, antes de desayunar, mi tía abrió las contras de la planta baja y se encontró a Petro y a Katia esperando junto a la puerta de la cocina. Petro fumaba con aire grave un cigarrillo y lucía una pequeña cruz de oro en la solapa, y Katia parecía inquieta. Petro le explicó a mi tía que habían venido para tratar un asunto muy importante y ella los hizo pasar. Una vez en el comedor, sin más preámbulos, Petro le dijo que la casa tenía un regalo. Después de reflexionar un momento, mi tía se preguntó si tal vez Petro quería decir que la casa estaba embrujada, pero descartó la idea. Sin embargo, así era: Petro le explicó que Katia sentía la muerte reciente de dos personas, y sostenía que una de ellas no estaba tranquila. Durante la noche, su cama se movía y las cortinas se agitaban como si el viento pasara a través. Si se daba la vuelta y extendía las manos, sus dedos tocaban un antebrazo velludo y musculoso. A cualquier hora del día, aunque con más fuerza al caer la tarde, notaba presencias en todas las estancias de la casa. Mi tía comentó que quizá las cortinas se movían porque en la habitación quedaba abierta alguna ventana, pero Katia había comprobado por la mañana que todas estaban cerradas. En cuanto al brazo velludo, mi tía sugirió que tal vez un gato había entrado por la noche y había llegado hasta la cama, pero Katia verificó al día siguiente que las puertas se habían cerrado antes de acostarse. Al parecer, Petro ya había vivido una experiencia similar: cinco años atrás, en el pueblo de Orense donde trabajaba, se había alojado durante varios días en una casa que resultó estar embrujada. Aunque se marchó en seguida, el tiempo pasado dentro fue suficiente para que se apoderara de él un encantamiento del que luego le costó lo suyo liberarse. Por eso ahora tenía que llevar consigo en todo momento la cruz de oro y un frasquito con agua bendita, que sacó del bolsillo de la chaqueta y le mostró. La situación de Katia era mucho más apurada: el encantamiento había hecho presa en ella con tanta fuerza que la única manera de liberarla era haciendo venir a exorcizar la casa a un cura de Orense experto en esos asuntos. Mi tía le preguntó si, en definitiva, Katia tenía pensado quedarse esa noche o no, y él le respondió con evasivas, tal vez a la espera de que ella diera el primer paso con respecto al cura exorcista. Finalmente, Petro volvió al pueblo y Katia, visiblemente nerviosa, empezó su trabajo. Mi tía llamó a mi madre para explicarle lo sucedido y ésta exclamó que no quería ver aparecer por la casa a clérigo alguno. Al mediodía fue hasta la aldea y Katia, avergonzada, le dijo que no podía seguir más tiempo allí. Cuando terminó de trabajar, hizo la maleta y cogió el autobús de regreso.
***
Unos meses después me crucé con Petro y con Katia en el pueblo. Se alegraron de verme, pero en seguida me preguntaron si habíamos dado ya los pasos para liberar la casa del encantamiento. Les dije que en realidad no había sido necesario, ya que utilizábamos a menudo la habitación contigua a la biblioteca y nadie había sentido nunca las presencias fantasmales. Luego intenté cambiar de tema, pero como seguían insistiendo les aseguré de manera cortante que en la casa reinaba día y noche la misma tranquilidad de siempre. Aun así, después de despedirnos me volví un instante y los vi alejarse calle abajo poco convencidos.  

domingo, 30 de septiembre de 2012

LA GUERRA DE SIR AGRAVAINE

Después de luchar en Benwick a las órdenes del rey Ban, sir Agravaine embarcó de regreso a Inglaterra, donde lo esperaban el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Pero durante la travesía se desencadenó una tempestad que alejó la nave hacia el norte, y al cabo de varios días la hizo encallar en una costa desconocida. Sir Agravaine logró nadar hasta la playa, salió del agua y se desplomó sobre la arena mientras las olas rompían contra su cuerpo. Miró a su alrededor y comprobó que era el único superviviente. Se encontraba en una tierra verde y montañosa, ante la que un mar agitado se perdía en la bruma del horizonte sin otro litoral que lo interrumpiera ni vela alguna que lo surcara. Sir Agravaine echó a andar hacia el bosque que bordeaba la playa, pero a pocos metros de los primeros árboles un gigante surgió de la penumbra y se detuvo frente a él bloqueándole el camino. Iba cubierto con pieles de animales y llevaba una espada a la cintura, un carcaj a la espalda y un arco y una flecha con la que apuntaba a sir Agravaine. Éste se detuvo.

–¿Quién sois? –preguntó el gigante.

–Sir Agravaine, caballero de la Tabla Redonda. Mi barco ha naufragado frente a la costa. Quiero saber qué tierra es ésta y que me proporcionéis los medios para regresar a Inglaterra.

–A ningún extranjero le está permitido desembarcar –repuso el gigante–. Marchaos, si no queréis que os mate aquí mismo.

Sir Agravaine sonrió con desdén.

–Es fácil amenazar a un hombre desarmado cuando se tiene un arma en la mano.

Irritado ante aquella insinuación de cobardía, el gigante arrojó al suelo arco y flecha, se desprendió de la espada y el carcaj y cargó contra sir Agravaine. Éste logró sujetarlo por la cintura, su oponente asió sus hombros y forcejearon hasta que sir Agravaine cedió y acabó cayendo. Corrió hacia donde estaba la espada, se hizo con ella y se la hundió en el pecho al gigante cuando éste se abalanzaba sobre él. Luego le cortó la cabeza y de una patada la envió contra las olas. Guardó la espada bajo el cinturón, recuperó el arco y las flechas y se adentró en el bosque. Después de avanzar un trecho entre la espesura, se detuvo al borde de un claro y observó pisadas sobre la hierba en dirección a la línea de árboles del otro lado. Las siguió y pronto llegó a un prado en pendiente, interrumpido por un acantilado sobre el que se alzaba un pequeño montículo cubierto de tierra. En lo alto había una cruz a la que estaba atada una mujer. Sir Agravaine fue hasta ella y cortó las ligaduras con la espada.

–¿Quién sois? –preguntó.

–Me llamo Ettard y soy hermana de sir Meliot de Logres –respondió la mujer–. Navegábamos rumbo a Inglaterra cuando el piloto fue confundido por las hogueras que los gigantes encienden en la costa e hizo encallar la nave. Todos nuestros bienes se perdieron, y aunque mi hermano y yo logramos llegar nadando a la playa junto con dos marineros, los gigantes los mataron en cuanto pisamos tierra y a mí me retuvieron para cobrar un rescate de mis tíos, a quienes han enviado un mensaje para informarles de mi cautiverio.

Sir Agravaine la observó mientras hablaba. Cuando hubo terminado, le aseguró que volverían a Inglaterra y él mismo la llevaría junto a sus tíos, a la vez que pensaba en las posibilidades que tendría de gozar de ella tras haber desembarcado en un puerto seguro. Decidió que si se oponía, la forzaría a complacerlo y luego la haría desaparecer, ya que sus parientes ignoraban su paradero, el camino sería largo y nadie podría identificar el cadáver de una mujer degollada en medio de un bosque.

–Estamos en una isla –siguió ella–. La playa de donde venís forma parte del territorio ocupado por los gigantes. Estos luchan contra las mujeres que habitan un reducido espacio de tierra al sur, donde sufren continuas incursiones. Si conseguimos llegar hasta allí y les hacemos comprender que los gigantes son también nuestros enemigos, tal vez puedan ayudarnos a escapar. Pero debemos darnos prisa, los otros no tardarán en descubrir la muerte de su compañero.

La mujer indicó a sir Agravaine el camino a seguir. Descendieron el montículo, se adentraron en el bosque y avanzaron con dificultad apartando ramas y arbustos, mientras sus pies resbalaban una y otra vez sobre el manto de hojas húmedas que cubría el terreno. La mujer se detuvo asustada y retrocedió unos pasos al oír un ruido cercano, pero pronto vieron un ciervo, que se paró un instante frente a ellos y huyó monte arriba. Vadearon un río de poca profundidad, ascendieron un trecho rocoso y escarpado, salieron del bosque y treparon hasta lo alto de una loma, donde se detuvieron agotados. Desde allí podían avistar la playa en la que sir Agravaine había desembarcado y aquélla, más cercana, hacia la que se dirigían. En la orilla estaba varada una pequeña embarcación, pero no veían rastro de sus tripulantes.

–No tardaremos en llegar –dijo la mujer.

Iban a seguir adelante cuando varios gigantes armados con mazas, lanzas y espadas dejaron atrás diferentes puntos del bosque y avanzaron hacia la loma. Sir Agravaine desenvainó la espada.

–Es el final del camino –murmuró la mujer a su espalda–. Nunca saldremos de la isla…

Los gigantes rodearon la loma.

–¡Abridnos paso! –exclamó sir Agravaine desde lo alto.

Pero los gigantes no se movieron, aunque tampoco hacían ademán de seguir aproximándose. Sir Agravaine aguardó a que subieran y se preparó para asestar el primer golpe. Sin embargo, se sorprendió al leer la indecisión en sus miradas: pese a su superioridad numérica, ningún gigante se aprestaba a tomar una iniciativa que podría costarle la vida. Espada en mano, sir Agravaine comenzó el descenso seguido de cerca por la mujer. Uno de los gigantes se adelantó y sir Agravaine y ella se detuvieron.

–No tenemos nada contra el caballero –dijo el gigante dirigiéndose a sir Agravaine en tono conciliador–. Si nos entregáis a esa mujer, podréis seguir vuestro camino.

La mujer se llevó una mano a la boca. Sir Agravaine no perdía de vista  a sus adversarios. Estaban bien armados, y aunque por el momento prefirieran evitar el combate, en cuanto comenzara lo cercarían y terminarían cayendo sobre él. Sin duda lograría matar a más de uno, pero eran demasiados y acabarían venciéndolo. Sujetó por un brazo a la mujer y de un empujón la envió loma abajo, haciéndola rodar hasta los pies del gigante. Éste la asió por los cabellos, la puso en pie y se hizo a un lado para que sir Agravaine pudiera pasar.

–¡No me dejéis aquí! –gritó ella–. ¡Os lo suplico, no me dejéis con ellos!

Pero sir Agravaine seguía ya el camino hacia el sur de la isla ignorando sus gritos, y no llegó a ver cómo la mujer trataba de huir y uno de los gigantes blandía la maza, le descargaba un golpe en la sien y la derribaba con el cráneo ensangrentado, y luego la arrastraban entre todos de regreso al interior del bosque mientras ella movía débilmente los brazos y las piernas.

Sir Agravaine descendió por un sendero que discurría entre los árboles y al cabo de pocos minutos lo condujo directamente hasta la playa. Varios caballos que trotaban por la orilla se alejaron asustados al verlo llegar. Sir Agravaine se detuvo junto a la proa de la embarcación y la empujó hacia el agua. Mientras avanzaba sobre la arena húmeda, se preguntó dónde se hallarían aquellas mujeres y sonrió al pensar en que probablemente se ocultaran en algún lugar de los gigantes, que pronto ocuparían también aquella parte de la isla. Cuando la embarcación estuvo a flote subió a bordo, desplegó la vela, tomó la caña y se alejó de tierra. Luego se volvió hacia la playa, y pudo ver a una mujer que lo miraba desde la orilla. Sir Agravaine le hizo un gesto burlón de despedida con el brazo. Iba a girarse de nuevo cuando varias mujeres armadas con arcos y flechas salieron del bosque y se unieron a ella. Sir Agravaine las despidió con una sonrisa irónica y una flecha lo alcanzó en el pecho. Las mujeres tensaban los arcos. Sir Agravaine sujetó la flecha y consiguió partirla, pero cuatro, cinco, seis flechas se clavaron al momento en su cuerpo. Sir Agravaine cayó a un lado, tropezó con la caña y se desplomó sin vida al pie del mástil mientras la embarcación cabeceaba suavemente a merced del oleaje.

domingo, 24 de junio de 2012

Juegos de verano (Sommarlek, 1951), de Ingmar Bergman


Juegos de verano narra un doloroso proceso de maduración que se inicia, como es habitual en el cine de Bergman, a causa del  reencuentro de la protagonista con su pasado. Este pasado se nos muestra en la película a lo largo de varios flash-backs que se suceden después de que Marie, una bailarina de ballet cuya carrera artística conlleva un progresivo desgaste físico y emocional, reciba el diario de Henrik, su amante durante un verano que terminó con la muerte de éste. El presente de Marie es sórdido: el teatro es un lugar poblado por personajes frustrados y decadentes, la relación con David, su novio actual, es tensa y cansina, y detrás de la brillantez y el esfuerzo de cada representación están la fatiga y la pérdida de ilusiones de quienes las ejecutan.

El itinerario de presente a pasado se apoya en contrastes aparentes: a la suciedad y el estrépito del teatro, y a la tristeza del paisaje otoñal que Marie encuentra cuando el transbordador arriba a la isla en la que pasó aquel verano, se contraponen el silencio, la luminosidad y la belleza de ese mismo paisaje al comienzo del flash-back que coincide con el comienzo de dicho verano; la insolencia de David cuando entra por primera vez en el teatro contrasta de manera casi violenta con la timidez y la cordialidad que desprende Henrik en su primera aparición al aproximarse a Marie en el transbordador... Pero ese contraste resulta engañoso porque, en realidad, también el pasado dista de ser idílico: pronto vemos cómo detrás de la tristeza que asoma en todo momento al rostro de Henrik subyace la angustia causada por el abandono de su padre y el rechazo por parte de la tía con la que vive. La situación familiar de Marie es algo mejor, pero la cercanía de su tío permite intuir una amenaza que finalmente se materializará tras la muerte de Henrik. Por eso ya durante el verano, cuando ambos viven aislados del mundo exterior en la isla, Marie comienza a crear una suerte de máscara (en gran parte por medio de su dedicación al ballet) que resultará fundamental para su posterior instalación en ese mundo exterior. No sucede lo mismo con Henrik, y por ello es inevitablemente triste la secuencia de trasfondo sombrío en la que cada uno dice lo que va a hacer al cabo de pocos días, cuando el verano toque a su fin: Marie comenzará su carrera como bailarina y Henrik irá a la universidad, pero es fácil intuir que para ella esa carrera pasará a constituir una parte fundamental de la máscara tras la que se protegerá de un mundo despiadado, mientras que resulta significativo el inminente fallecimiento de Henrik, como si no hubiera lugar para él fuera de ese espacio y ese tiempo concretos.

Lo que hace de Juegos de verano una película inolvidable es la manera perfecta en que esta historia sentimental, dolorosa y romántica cobra vida valiéndose de unas imágenes que se mueven con admirable fluidez y sin una sola caída de ritmo entre lo realista y lo simbólico. Las secuencias iniciales son ya un ejemplo modélico de la fluctuación de tonos que recorrerá toda la película: el ambiente del teatro y los diálogos entre Marie y David están mostrados de forma cruda y directa (a destacar la conversación que tiene lugar cuando caminan hacia el puerto, recogida por la cámara con un opresivo travelling en plano medio muy cerrado), pero en la travesía de Marie a bordo del transbordador –una breve sucesión de planos impresionistas del mar, el cielo y el costado de la embarcación relacionados por fundidos encadenados– hay un aliento poético que se corresponde con la melancolía que embarga a la protagonista, a la vez que anticipa el sentimiento de felicidad efímera que impregnará luego cada flash-back dedicado a sus encuentros con Henrik durante el verano. También son fundamentales las dos secuencias complementarias y casi abstractas que, concluidos los flash-backs y clausurada con ellos la vuelta al pasado que han supuesto, nos muestran las  conversaciones en el camerino del teatro entre Marie y el profesor de baile (cuyo rostro, significativamente, está oculto tras una máscara) y entre Marie y David, de modo que la primera conversación proyecta una luz nueva sobre lo vivido por ella hasta entonces, y al mismo tiempo será decisiva en la inmediata que mantendrá con David y en la relación entre ambos.

Pese a que, al contrario que en títulos posteriores, Bergman utiliza aquí un punto de partida característico del cine sueco de la época (el paralelismo felicidad de los amantes/verano, final de la misma/llegada del otoño), Juegos de verano es una película profundamente personal y una de las primeras obras maestras que jalonan la extraordinaria filmografía de su autor.

domingo, 20 de mayo de 2012

EL PASAPORTE Y LA CAJA FUERTE

El Beaurepaire era un imponente hotel de cuatro estrellas situado en la parisina rue de Rivoli, a medio camino entre la Plaza de Chatelet y la de la Concordia. Hubo un tiempo en que fue un establecimiento prestigioso, pero después de sucesivos cambios de propietarios comenzó a resultar habitual que los clientes pagaran elevadas facturas por estancias infernales durante las cuales los ascensores no habían funcionado, el aire acondicionado se había averiado, de una ducha no había salido agua caliente o en una apartamento reservado para cinco personas estaban hechas solamente dos camas. En la recepción no se podía dar la espalda a un compañero y todos culpaban a todos de los continuos errores en la organización, los cobros y las facturaciones. Los jefes de equipo maltrataban a los botones, los botones maltrataban a las recepcionistas en prácticas, los recepcionistas se maltrataban entre ellos y a algún que otro cliente, todo el mundo odiaba al equipo de noche, y la jefe de recepción pasaba el día sentada frente a su ordenador, incapaz de poner orden y rezando para que aquel caos no llegara a oídos de la dirección.  
 
Yo trabajé un par de años en el turno de noche, tras la partida del anterior recepcionista nocturno por su falta de entendimiento con nuestro responsable. Tampoco yo me entendí bien con él, pero a las pocas semanas fue el responsable quien se marchó porque no se entendía bien con la jefe de recepción. En su lugar contrataron a Jaime, un venezolano que había trabajado en varios hoteles de su país hasta alcanzar el puesto de director en un cuatro estrellas de Caracas. En el Beaurepaire le habían prometido algo similar si se encargaba del turno de noche mientras buscaban a otro responsable, pero pasaban semanas y meses y Jaime seguía en el mismo puesto. Nunca supe por qué se había ido de Venezuela, aunque en una ocasión me comentó que había estado casado dos veces. Era muy poco hablador, y el tiempo que coincidíamos en la recepción lo dedicaba a corregir pacientemente los errores que yo cometía y a explicarme los secretos de aquel oficio completamente nuevo para mí. 

Una noche sofocante de finales de agosto, alrededor de la once y media, Jaime y yo vimos salir del ascensor y caminar apresuradamente hacia la recepción a un cliente japonés de unos cincuenta años. Se apellidaba Tanaka y formaba parte de un grupo de treinta personas que al día siguiente se marchaban en un autobús a las seis y media de la mañana. Su aspecto pulcro habitual y sus movimientos apresurados transmitían una impresión de eficacia, matizada en seguida por un tic facial que parecía revelar una cierta inseguridad, como si viviera con la impresión de que algo se le podía ir de las manos en cualquier momento. Tanaka se detuvo ante el mostrador, y el tic se acentuó mientras nos explicaba con gesto angustiado lo que le sucedía: durante su estancia en París había guardado el pasaporte en la caja fuerte de su habitación, y ahora no conseguía abrirla. Jaime subió con él y regresó al cabo de veinte minutos sin haber logrado abrir, pero habiéndole asegurado que íbamos a llamar al servicio técnico y el problema se resolvería en breve. El servicio técnico era Saïd, un antiguo legionario cuyo teléfono móvil debía estar permanentemente encendido por si surgía alguna emergencia. En realidad, cuando Jaime lo llamó ni a él ni a mí nos sorprendió que el teléfono estuviera apagado. Jaime volvió a marcar su número y no obtuvo respuesta, así que le dejó un mensaje informándolo de lo que sucedía y retomó su trabajo de contabilidad, con la esperanza de que Saïd lo oyera antes de la partida de Tanaka y pudiera venir a tiempo de abrir la caja fuerte. Pero Tanaka no conseguía dormir, y a eso de la una y media apareció de nuevo por la recepción y me preguntó de forma atropellada si habíamos localizado al técnico. Aunque él no hablaba francés y en inglés nos costaba comunicarnos a causa de nuestros diferentes acentos, conseguí hacerle entender que no tenía nada de qué preocuparse, que el servicio técnico siempre estaba funcionando antes de las seis y media (lo que en teoría era cierto, pero Saïd solía llegar alrededor de las siete), y que en el momento de marcharse tendría consigo el pasaporte. Lo vi alejarse poco convencido, y durante el resto de la noche llamó varias veces preguntando si se había presentado ya el técnico.

Antes de acostarse, cada miembro del grupo de japoneses había dejado sus maletas frente a la puerta de la habitación, para que uno de nosotros las fuera bajando a partir de las seis mientras el otro se encargaba de los cobros y las salidas, que tendrían lugar a partir de las seis y cuarto. El sistema habría sido eficaz si hubiera habido un botones además de dos recepcionistas, pero el de la mañana empezaba su turno a las siete y diez. A las cinco y media, cuando yo volvía de hacer la segunda ronda, cinco o seis norteamericanos borrachos entraron en uno de los ascensores que había junto a la recepción y se quedaron bloqueados en la planta baja. Subí en el otro ascensor a la séptima planta, trepé hasta la sala de máquinas por una escalera estrecha y resbaladiza, desconecté el motor del ascensor y lo conecté unos segundos después. Cuando las puertas se abrieron, Jaime hizo salir a los americanos con malas maneras mientras yo bajaba a la cocina para preparar el desayuno de un cliente habitual que se levantaba temprano y lo quería en su habitación antes de la hora a la que empezaba a funcionar el servicio. A las seis y cinco estaba de vuelta en la recepción, donde Jaime acababa de llamar a Saïd, sin resultado. Ignoramos una llamada proveniente de la habitación de Tanaka y decidimos que, por su mayor fuerza física, Jaime se ocuparía de las maletas de los japoneses y yo haría las salidas. De camino al ascensor se le ocurrió intentar perforar la puerta de la caja fuerte con un taladro a pilas que había en algún lugar del garaje, decisión desesperada e inútil que aumentó mi aprecio por mi compañero. En seguida empezaron a llegar los japoneses, y entre señas y aspavientos referentes a lo tardío de la hora me indicaron que las maletas todavía estaban en los pasillos. Mientras intentaba tranquilizarlos, a la vez que les iba cobrando la estancia tratando de no mezclar las malditas facturas y los malditos tiquets, vi pasar a Jaime con el taladro en una mano y el teléfono en la otra. El autobús aparcó delante del hotel a las seis y veinte y de él se apeó una japonesa con un rostro adusto y mucha vida a sus espaldas, responsable del grupo y de otros que se habían alojado allí con anterioridad y terminaron envueltos en incidentes similares. La puse al corriente con calma y profesionalidad del contratiempo de la caja fuerte, y pude leer en su mirada como si estuviera escrito en grandes letras de neón que nunca volvería a meter a nadie en aquel hotel de deficientes mentales. Entre tanto, Jaime localizaba a Saïd, al que vi pasar apresuradamente hacia la habitación de Tanaka varios minutos después de haber cobrado la última habitación y unos minutos antes de que Jaime terminara de bajar las maletas, que fuimos distribuyendo por el portaequipajes del autobús con la ayuda de un conductor impertinente y apurado. Tanaka bajó corriendo a las siete menos cuarto, consiguió pagar su estancia tras una pequeña dificultad con la máquina de las tarjetas de crédito y subió al autobús a las siete menos diez junto con la responsable del grupo, que acababa de darnos la espalda sin despedirse. Desde la recepción, Jaime y yo vimos cómo el vehículo arrancaba y salía a toda velocidad por la rue de Rivoli camino del aeropuerto.

jueves, 3 de mayo de 2012

California (1947), de John Farrow / A man alone (1955), de Ray Milland



Durante su larga carrera cinematográfica, el actor de origen británico Ray Milland frecuentó todos los géneros, protagonizó grandes títulos en cada uno de ellos y dirigió varias películas algo olvidadas hoy que sin embargo han resistido muy bien el paso del tiempo.

El western A man alone, modesta producción Republic de 1955, es la mejor de todas ellas, y resulta interesante compararla con California, una gran producción de la Paramount dirigida por John Farrow y protagonizada por Milland en 1947. Ambas son películas extrañas, no porque vayan a contracorriente del cine que se rodaba en ese momento sino por introducir en él elementos que las hacen originales y muy atractivas. California es un western épico en la línea del cine del cine del Oeste y de aventuras de entonces, algunas de cuyas obras más valiosas las dirigió Cecil B. De Mille para la misma productora. La película de Farrow recuerda al mejor De Mille (el de Piratas del mar caribe, Union Pacific, Buffalo Bill o Los inconquistables) por la habilidad con la que el relato se integra dentro del contexto histórico en el que tiene lugar, y en especial por la admirable capacidad de sus directores para convertir la épica en aventura. A pesar de su espectacularidad, no hay un solo plano gratuito, y escenarios naturales y decorados, música y fotografía, secuencias de acción y movimientos de figurantes forman un todo al que la briosa puesta en escena de Farrow da unidad y densidad. Pero, aparte del hecho de introducir algunas secuencias utilizando canciones más propias de un musical que de un western (es el único aspecto de la película que no ha envejecido especialmente bien), lo insólito de California está en la ambigüedad de sus personajes principales y de la propia narración, cuyo punto de partida podía dar lugar a un western con un marcado acento patriótico que, si bien está presente, no llega a ser molesto en ningún momento (ese acento patriótico es un escollo que no siempre supo, o quiso, salvar De Mille): lo que empieza como el canto al esfuerzo de los colonos en su ruta hacia el Oeste, se transforma pronto en una tensa historia de ambición, traiciones y venganza que anticipa la posterior dedicación de Farrow al cine negro.


Esa ambigüedad es lo único en común de California con A man alone, que, por lo demás, parece el reverso de aquélla. La película de Milland trata un tema habitual en el cine norteamericano de los años cincuenta, el del hombre perseguido dentro de una pequeña comunidad que lo rechaza (eran los días de la caza de brujas del senador Joseph McCarthy), y forma parte de una corriente a la que pertenecen también otros títulos más conocidos como Solo ante el peligro o El hombre de las pistolas de oro, aunque sin su tono clásico y popular. A man alone es, por el contrario, un western oscuro, melancólico y con un aire crepuscular y una ausencia de épica que lo acerca, salvando las distancias, a otras dos películas de medios modestos y grandes resultados, la inolvidable Johnny Guitar de Nicholas Ray y la insólita e inquietante Encubridora de Fritz Lang. Al igual que en ellas, a través de un relato claustrofóbico que transcurre en su práctica totalidad durante la noche, se nos da una visión del Oeste tétrica y desmitificadora. Consecuentemente con su planteamiento (y con su reducido presupuesto), la película se caracteriza por la sequedad y la precisión de los diálogos, la falta de maniqueísmo, la capacidad para mostrar con los mínimos recursos las motivaciones de todos los personajes, y la sobriedad de su puesta en escena. Podemos destacar varios ejemplos del talento de Milland tras la cámara: las lacónicas secuencias iniciales, diez minutos sin diálogos en los que se combina la mirada intrigada del protagonista ante lo que va descubriendo con la mirada del espectador que todavía no sabe nada sobre él (Milland cierra algunos planos con fundidos en negro demasiado bruscos, logrando un efecto desasosegador); su llegada al pueblo en medio de una tormenta de arena (una secuencia onírica, de pesadilla, que recuerda mucho al final de la magnífica Raw deal de Anthony Mann); los sucesivos encuentros entre el protagonista y el personaje interpretado por Mary Murphy (en uno de ellos, es admirable la inserción de dos primeros planos en una secuencia dominada por el plano medio y el plano americano, mostrando así el nacimiento de una intimidad que sustituye a la desconfianza inicial); el encuentro en el interior de la iglesia entre Milland y el villano interpretado por Raymond Burr (Milland aparece oculto tras la sombra y en profundidad de campo, casi como una personificación del complejo de culpa que siente Burr); y el tenso tiroteo del final, digno de los westerns que dirigió Lang y excelente conclusión para una película a recuperar.

lunes, 9 de abril de 2012

PORTEROS DE NOCHE

Por lo general, la jornada del portero de noche en un hotel de dos estrellas es bastante tranquila, pero en ocasiones hay momentos de tensión debidos a percances repentinos. Hace un par de días, a eso de las dos de la madrugada, un cliente irlandés que había venido con su mujer y su hija sufrió un infarto y tuvieron que llevarlo al hospital, donde habrá de quedarse una semana antes de regresar a su país. La noche siguiente, al llegar al hotel me encontré una botella de vino, en agradecimiento por mi amabilidad durante la crisis.

Ayer hablaba de lo ocurrido con Max, mi compañero, y conveníamos en que hay que disfrutar de cada minuto porque ese minuto puede ser el último. Max recordó algo que había sucedido veinte años atrás, cuando él llevaba seis o siete en Francia. Acababa de coger el traspaso de un bar en la rue Saint-Denis y vivía en un hotel muy barato donde alquilaban habitaciones por mes, situado junto a la Plaza de la Bastilla. Era un edificio viejo, húmedo y ruinoso, dividido en tres grandes bloques de cinco plantas sin ascensor. La habitación de Max estaba en la última planta del tercer bloque, al que se accedía atravesando el portal del primero, un patio interior, el portal del segundo y otro patio interior que daba al tercero.

Por el bar de Max paraba a menudo Mohamed, otro argelino de edad indefinida, desastrado y conflictivo, que se había instalado en un estudio del barrio hacía poco sin que nadie supiera muy bien de dónde venía ni a qué se dedicaba. Aunque en el bar nunca dejaba a deber y se entendía bien con Max y con los clientes habituales, no tardaron en oír que Mohamed no pagaba el alquiler ni los gastos de la comunidad, se peleaba con las pandillas de los edificios contiguos y apenas saludaba ni hablaba con nadie. Una noche, después de golpear a un controlador del metro al salir de la estación, la policía lo detuvo y lo puso a disposición del juez. Éste terminó decretando su expulsión y regreso inmediato a Argelia, pero en cuanto lo subieron al avión junto con tres compatriotas Mohamed se desasió de los agentes y comenzó a insultar a los pasajeros, a escupir a las azafatas y a gritar que sólo iría a su país cuando él lo decidiera. El piloto se negó a llevarlos y todos fueron devueltos a comisaría.

Mohamed salió dos días después a media mañana y se acercó directamente hasta el bar de Max para comer algo. Luego estuvo un rato bebiendo, y al caer la tarde era incapaz de levantarse de la silla. Max le aconsejó que volviera a casa, pero Mohamed repuso que no pondría un pie en el estudio y que además el administrador debía de haber cambiado ya la cerradura. Esa noche Max cerraba tarde, así que le ofreció a Mohamed las llaves de su habitación en la Plaza de la Bastilla y lo invitó a dormir allí. Tras unos minutos de atropelladas palabras de agradecimiento, Mohamed salió con las llaves en el bolsillo y caminó tambaleándose hacia la boca del metro mientras Max, algo inquieto, lo veía alejarse entre la gente.

A media noche, Max observó cómo los clientes dejaban de hablar poco a poco y prestaban atención al informativo que estaban pasando en televisión. A petición de uno de ellos subió el volumen: al parecer, un par de horas antes se había declarado un gran incendio en un hotel de la Plaza de la Bastilla, que resultó ser donde se alojaba él, y los tres bloques de viviendas habían ardido hasta los cimientos. Max cerró el bar apresuradamente, cogió un taxi, y veinte minutos después llegaba a una plaza atestada de curiosos entre los que se abrían paso los agentes de policía, los cámaras de televisión, el personal sanitario y los bomberos. Éstos le explicaron que, dada su ubicación, todavía no habían logrado acceder al último bloque cuando el edificio se vino abajo, así que no hallaron rastro de Mohamed. Era uno de los peores incendios de los últimos años, con un número elevado de víctimas mortales. Durante los meses siguientes, Max tuvo que pelear con el sentimiento de culpa y la impresión de que Mohamed había muerto en su lugar. Al cabo de un tiempo, en el solar donde quedaban los cimientos del edificio construirían un gran hotel de cuatro estrellas.

–La muerte lo estaba esperando allí –me decía Max–. Cuánto mejor le hubiera sido no bajar de aquel avión. Con esa vida que llevaba, ¿no le daba lo mismo un país que otro?

Yo asentí en silencio.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Secreta Invasión (The Secret Invasion, 1964), de Roger Corman

Lo que, pese a sus evidentes limitaciones, hace interesante hoy la filmografía de Roger Corman, es la cercanía de sus películas más apreciables a aquel tipo de cine, normalmente adscrito al western o al policiaco y siempre dentro de los márgenes de la serie B, que llevaron a cabo directores como Donald Siegel, Samuel Fuller, Phil Karlson o Joseph H. Lewis a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. La obra de todos ellos tiene en común una marcada corriente de violencia que se manifiesta de manera implícita en los comportamientos de sus personajes, y de manera explícita en secuencias donde la puesta en escena y el montaje trasmiten una dureza y una crispación poco habituales hasta entonces en el cine norteamericano.
Escrita por R. Wright Campbell y producida y dirigida por Corman en 1964, Secreta Invasión es una película menos conocida pero mucho más lograda que otras tan populares como Los Ángeles del Inferno o El Hombre con Rayos X en los Ojos. Su punto de partida (la aventura de un grupo de delincuentes reclutados a la fuerza para llevar a cabo una misión en Yugoslavia durante la Segunda Guerra Mundial), convencional y común a tantos relatos de acción de los años sesenta y setenta, da lugar a un primer tercio lastrado por la dificultad de Corman para crear auténticos personajes que vayan más allá del arquetipo, algo consustancial a todo su cine. Estos quedan mejor definidos por su comportamiento que por lo que se nos dice sobre ellos, con lo cual Secreta Invasión, que durante ese primer tercio apenas destacaba por un par de momentos notables, ofrece luego numerosos ejemplos de las mejores características del cine de su director. Hay varias secuencias en la película que se cuentan entre lo más valioso rodado por Corman. Una de ellas es la que transcurre en el cementerio y culmina con la muerte accidental del bebé a manos de uno de los protagonistas, cuando trata de evitar que los soldados alemanes oigan sus lloros. La sucesión de primeros planos fijos y suaves panorámicas en plano medio (parece que la cámara buscara hacernos comprender su dolor sin inmiscuirse en él), y la ausencia casi total de diálogos, le da a la secuencia una densidad, una sutileza y una emotividad admirables. También hay que destacar lo bien rodadas que están las escenas de escaramuzas y batallas: en la primera, el dramatismo con que se muestra cómo van cayendo algunos de los personajes principales (a destacar la panorámica en plano medio que recoge la muerte de Edd Byrnes, las panorámicas en plano general de Mickey Rooney corriendo hacia el bunker alemán y el travelling de Stewart Granger avanzando herido por la orilla del río) lo dicen todo sobre el cambio que se ha producido en ellos tras la muerte del niño, y sobre sus motivaciones para llevar a cabo unos actos prácticamente suicidas. En cuanto a la batalla que cierra la película, sorprenden los extraños ángulos de la cámara, el brioso travelling, digno de Samuel Fuller, con la cámara situada sobre el camión desde el que se ametralla a los soldados apostados en una calle, y algunos planos ligeramente desenfocados. Pero es en la violenta secuencia inmediatamente anterior, con ese giro argumental que retoma el tema del traidor y el héroe, donde se percibe con más fuerza una perfecta adecuación entre lo que se pretende transmitir y la forma en que es transmitido por medio de imágenes: basta un sencillo juego de plano (en contrapicado) / contraplano (en picado), y a continuación un nuevo plano medio en contrapicado (es un buen ejemplo de plano “necesario”, exactamente el que requería la secuencia), para que el significado de un itinerario trágico aparezca reflejado en la pantalla con toda su profundidad. No podemos olvidar las excelentes interpretaciones de un reparto en el que coinciden actores veteranos con estrellas del momento (además de los citados, Raf Vallone, Mike Campbell, Henry Silva y Spela Rozin), una fotografía (Arthur E. Arling) y una banda sonora (Hugo Friedhofer) que le dan a la película un brillante acabado pese a su limitado presupuesto, y la fluidez con que Corman utiliza el formato horizontal, integrando en el relato los magníficos escenarios naturales sin caer nunca en lo esteticista, todo lo cual contribuye a hacer de Secreta Invasión uno de los mejores títulos de su extensa filmografía.