domingo, 30 de septiembre de 2012

LA GUERRA DE SIR AGRAVAINE

Después de luchar en Benwick a las órdenes del rey Ban, sir Agravaine embarcó de regreso a Inglaterra, donde lo esperaban el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Pero durante la travesía se desencadenó una tempestad que alejó la nave hacia el norte, y al cabo de varios días la hizo encallar en una costa desconocida. Sir Agravaine logró nadar hasta la playa, salió del agua y se desplomó sobre la arena mientras las olas rompían contra su cuerpo. Miró a su alrededor y comprobó que era el único superviviente. Se encontraba en una tierra verde y montañosa, ante la que un mar agitado se perdía en la bruma del horizonte sin otro litoral que lo interrumpiera ni vela alguna que lo surcara. Sir Agravaine echó a andar hacia el bosque que bordeaba la playa, pero a pocos metros de los primeros árboles un gigante surgió de la penumbra y se detuvo frente a él bloqueándole el camino. Iba cubierto con pieles de animales y llevaba una espada a la cintura, un carcaj a la espalda y un arco y una flecha con la que apuntaba a sir Agravaine. Éste se detuvo.

–¿Quién sois? –preguntó el gigante.

–Sir Agravaine, caballero de la Tabla Redonda. Mi barco ha naufragado frente a la costa. Quiero saber qué tierra es ésta y que me proporcionéis los medios para regresar a Inglaterra.

–A ningún extranjero le está permitido desembarcar –repuso el gigante–. Marchaos, si no queréis que os mate aquí mismo.

Sir Agravaine sonrió con desdén.

–Es fácil amenazar a un hombre desarmado cuando se tiene un arma en la mano.

Irritado ante aquella insinuación de cobardía, el gigante arrojó al suelo arco y flecha, se desprendió de la espada y el carcaj y cargó contra sir Agravaine. Éste logró sujetarlo por la cintura, su oponente asió sus hombros y forcejearon hasta que sir Agravaine cedió y acabó cayendo. Corrió hacia donde estaba la espada, se hizo con ella y se la hundió en el pecho al gigante cuando éste se abalanzaba sobre él. Luego le cortó la cabeza y de una patada la envió contra las olas. Guardó la espada bajo el cinturón, recuperó el arco y las flechas y se adentró en el bosque. Después de avanzar un trecho entre la espesura, se detuvo al borde de un claro y observó pisadas sobre la hierba en dirección a la línea de árboles del otro lado. Las siguió y pronto llegó a un prado en pendiente, interrumpido por un acantilado sobre el que se alzaba un pequeño montículo cubierto de tierra. En lo alto había una cruz a la que estaba atada una mujer. Sir Agravaine fue hasta ella y cortó las ligaduras con la espada.

–¿Quién sois? –preguntó.

–Me llamo Ettard y soy hermana de sir Meliot de Logres –respondió la mujer–. Navegábamos rumbo a Inglaterra cuando el piloto fue confundido por las hogueras que los gigantes encienden en la costa e hizo encallar la nave. Todos nuestros bienes se perdieron, y aunque mi hermano y yo logramos llegar nadando a la playa junto con dos marineros, los gigantes los mataron en cuanto pisamos tierra y a mí me retuvieron para cobrar un rescate de mis tíos, a quienes han enviado un mensaje para informarles de mi cautiverio.

Sir Agravaine la observó mientras hablaba. Cuando hubo terminado, le aseguró que volverían a Inglaterra y él mismo la llevaría junto a sus tíos, a la vez que pensaba en las posibilidades que tendría de gozar de ella tras haber desembarcado en un puerto seguro. Decidió que si se oponía, la forzaría a complacerlo y luego la haría desaparecer, ya que sus parientes ignoraban su paradero, el camino sería largo y nadie podría identificar el cadáver de una mujer degollada en medio de un bosque.

–Estamos en una isla –siguió ella–. La playa de donde venís forma parte del territorio ocupado por los gigantes. Estos luchan contra las mujeres que habitan un reducido espacio de tierra al sur, donde sufren continuas incursiones. Si conseguimos llegar hasta allí y les hacemos comprender que los gigantes son también nuestros enemigos, tal vez puedan ayudarnos a escapar. Pero debemos darnos prisa, los otros no tardarán en descubrir la muerte de su compañero.

La mujer indicó a sir Agravaine el camino a seguir. Descendieron el montículo, se adentraron en el bosque y avanzaron con dificultad apartando ramas y arbustos, mientras sus pies resbalaban una y otra vez sobre el manto de hojas húmedas que cubría el terreno. La mujer se detuvo asustada y retrocedió unos pasos al oír un ruido cercano, pero pronto vieron un ciervo, que se paró un instante frente a ellos y huyó monte arriba. Vadearon un río de poca profundidad, ascendieron un trecho rocoso y escarpado, salieron del bosque y treparon hasta lo alto de una loma, donde se detuvieron agotados. Desde allí podían avistar la playa en la que sir Agravaine había desembarcado y aquélla, más cercana, hacia la que se dirigían. En la orilla estaba varada una pequeña embarcación, pero no veían rastro de sus tripulantes.

–No tardaremos en llegar –dijo la mujer.

Iban a seguir adelante cuando varios gigantes armados con mazas, lanzas y espadas dejaron atrás diferentes puntos del bosque y avanzaron hacia la loma. Sir Agravaine desenvainó la espada.

–Es el final del camino –murmuró la mujer a su espalda–. Nunca saldremos de la isla…

Los gigantes rodearon la loma.

–¡Abridnos paso! –exclamó sir Agravaine desde lo alto.

Pero los gigantes no se movieron, aunque tampoco hacían ademán de seguir aproximándose. Sir Agravaine aguardó a que subieran y se preparó para asestar el primer golpe. Sin embargo, se sorprendió al leer la indecisión en sus miradas: pese a su superioridad numérica, ningún gigante se aprestaba a tomar una iniciativa que podría costarle la vida. Espada en mano, sir Agravaine comenzó el descenso seguido de cerca por la mujer. Uno de los gigantes se adelantó y sir Agravaine y ella se detuvieron.

–No tenemos nada contra el caballero –dijo el gigante dirigiéndose a sir Agravaine en tono conciliador–. Si nos entregáis a esa mujer, podréis seguir vuestro camino.

La mujer se llevó una mano a la boca. Sir Agravaine no perdía de vista  a sus adversarios. Estaban bien armados, y aunque por el momento prefirieran evitar el combate, en cuanto comenzara lo cercarían y terminarían cayendo sobre él. Sin duda lograría matar a más de uno, pero eran demasiados y acabarían venciéndolo. Sujetó por un brazo a la mujer y de un empujón la envió loma abajo, haciéndola rodar hasta los pies del gigante. Éste la asió por los cabellos, la puso en pie y se hizo a un lado para que sir Agravaine pudiera pasar.

–¡No me dejéis aquí! –gritó ella–. ¡Os lo suplico, no me dejéis con ellos!

Pero sir Agravaine seguía ya el camino hacia el sur de la isla ignorando sus gritos, y no llegó a ver cómo la mujer trataba de huir y uno de los gigantes blandía la maza, le descargaba un golpe en la sien y la derribaba con el cráneo ensangrentado, y luego la arrastraban entre todos de regreso al interior del bosque mientras ella movía débilmente los brazos y las piernas.

Sir Agravaine descendió por un sendero que discurría entre los árboles y al cabo de pocos minutos lo condujo directamente hasta la playa. Varios caballos que trotaban por la orilla se alejaron asustados al verlo llegar. Sir Agravaine se detuvo junto a la proa de la embarcación y la empujó hacia el agua. Mientras avanzaba sobre la arena húmeda, se preguntó dónde se hallarían aquellas mujeres y sonrió al pensar en que probablemente se ocultaran en algún lugar de los gigantes, que pronto ocuparían también aquella parte de la isla. Cuando la embarcación estuvo a flote subió a bordo, desplegó la vela, tomó la caña y se alejó de tierra. Luego se volvió hacia la playa, y pudo ver a una mujer que lo miraba desde la orilla. Sir Agravaine le hizo un gesto burlón de despedida con el brazo. Iba a girarse de nuevo cuando varias mujeres armadas con arcos y flechas salieron del bosque y se unieron a ella. Sir Agravaine las despidió con una sonrisa irónica y una flecha lo alcanzó en el pecho. Las mujeres tensaban los arcos. Sir Agravaine sujetó la flecha y consiguió partirla, pero cuatro, cinco, seis flechas se clavaron al momento en su cuerpo. Sir Agravaine cayó a un lado, tropezó con la caña y se desplomó sin vida al pie del mástil mientras la embarcación cabeceaba suavemente a merced del oleaje.