lunes, 20 de octubre de 2014

THE LAST KISS

Wilson aguarda a Jean sentado bajo una sombrilla junto a la piscina del hotel. Un botones sube al Pontiac rojo parado frente a la entrada y lo conduce hacia el aparcamiento. Desde la ventana abierta de una habitación, atenuado por el ruido del oleaje, llega el “The Last Kiss” de Wayne Cochran interpretado por Pearl Jam. Más allá de la línea de palmeras, Wilson divisa la puesta de sol sobre el Océano Pacífico. Cientos de personas recorren de un lado a otro el paseo marítimo. Wilson lleva un rato observando a la turista rubia que trepa hasta el nivel más alto del trampolín, se tira al agua de cabeza, hace dos largos de piscina, sale del agua, sube de nuevo al trampolín y vuelve a tirarse al agua. Durante más de media hora repite el mismo itinerario. Mientras termina su bebida, Wilson se da cuenta de que la turista tiene el rostro de Jean. Es Jean, pese a que Jean siempre ha sido pelirroja. Pero no se decide a levantarse para salir de allí con ella. Tienen que marcharse de San Diego antes de que anochezca, los dos saben lo que va a sucederles si se quedan en la ciudad después de la puesta de sol, pero Wilson no es capaz de levantarse, y la turista que es Jean sigue saltando desde el trampolín y nadando en la piscina. Cuando al fin logra ponerse en pie, Wilson siente un mareo. Su vista se nubla, se viene abajo y trata de apoyarse en la pared. Pero no hay pared, la más cercana está a doscientos metros, la del muro de hormigón que rodea la piscina. Wilson abre los ojos y comprende que no se llama Wilson, que su nombre ha sido siempre Richardson, que se encuentra en el corredor de la muerte de la prisión de San Quintín y que lleva allí los últimos doce años. Recorre la celda de un lado a otro recordando la mañana de febrero de 1998 en que descubrió la cabeza de Jean tirada al fondo de un callejón de Bridgeport, unos minutos antes de que la policía se presentara en la pensión donde se habían alojado. No puede discernir nada de lo sucedido antes o después de aquello, sólo la sangre seca sobre la nieve y la impresión de entender algo que en seguida olvidó y los pasos de los agentes a su espalda. Richardson se deja caer en la silla. Los guardianes vienen a buscarlo, lo sacan de la celda y lo conducen por el corredor hacia el lugar de la ejecución. Las palabras “dead man walking!” todavía resuenan en su cabeza mientras lo sujetan a la camilla y unas manos enguantadas le frotan los brazos con alcohol y le aplican las inyecciones. Imagina el dolor que va a sentir dentro de unos minutos cuando el alcaide haya dado la señal y la ejecución se lleve a cabo. Siente la asfixia, los espasmos, el intenso calor en las venas, un calor inaguantable, infinito: el calor de los rayos de sol que acarician su rostro sin afeitar, el calor del sol del mediodía que reverbera sobre la carrocería de los automóviles que pasan en una y otra dirección mientras él se aleja del arrabal de San Diego caminando bajo la sombra escasa de las palmeras. “Jean, ¿dónde estás?”, piensa. “¿Es que nunca podré escapar de California?”

lunes, 12 de mayo de 2014

LA BALADA DE HENRY MADDOX

Tres hombres cabalgaban al atardecer entre las sombras que empezaban a formarse en el interior de los montes Ozark. Sin dejar de escudriñar la creciente oscuridad, atravesaban claros, remontaban lomas, cruzaban riachuelos, se detenían un instante para verificar la ruta y volvían a desaparecer tras una curva de aquel sendero bordeado de vegetación húmeda y frondosa cuyo ramaje se unía a pocos metros por encima de ellos. El que iba en cabeza se llamaba Henry William Maddox y no pasaba de los treinta años. El ala de su sombrero, en otro tiempo adornado con una pluma, ensombrecía un rostro anguloso de barba castaña y expresión dura y fatigada. Bajo el raído guardapolvo con el que se cubría asomaba una chaqueta que un día fue elegante, y de su cinturón sobresalían las culatas de cuatro revólveres Colt Navy del calibre 38. Le seguía Robert Brady, un hombre alto y corpulento de mirada sagaz, aunque nublada por el cansancio. Era algo mayor que Maddox, vestía ropas humildes y ajadas y portaba el mismo armamento, distribuido entre su cinturón y la silla de montar. Cerraba la marcha George Carter, un joven de apenas dieciocho años vestido de modo similar al de Brady. Su expresión resuelta se transformaba en una mueca impaciente cuando oía un ruido difícil de identificar y llevaba las manos a las culatas de sus Colts, mientras giraba sobre la silla como si temiera una emboscada, aunque conocía el terreno tan bien como sus compañeros.

Unas horas antes, Maddox, Brady, Carter y otros tres veteranos del ejército confederado habían atracado el banco de Griffin, Arkansas, una pequeña ciudad situada a treinta millas al sur de la frontera con Missouri. Cuando salían del local se encontraron con un grupo de hombres armados y distribuidos a lo largo de la calle, que abrieron fuego contra ellos en cuanto dieron un paso adelante. Dos de los atracadores cayeron allí mismo y los otros lograron montar y escapar al galope en dirección a los bosques, pero uno de ellos recibió un balazo en la espalda, cayó por tierra y fue alcanzado de nuevo antes de poder recuperar las riendas de un caballo encabritado. Los fugitivos se adentraron en un territorio inhóspito siguiendo una ruta que muy pocos de sus perseguidores habían transitado antes. Después de media jornada de marcha dura y fatigosa, lograron dejarlos atrás y siguieron cabalgando hacia el remoto lugar donde pasarían la noche, para luego continuar la huida camino del sur. Era el golpe más grave que habían sufrido desde el final de la guerra, y Maddox no ignoraba que si en la ciudad estaban al tanto de sus planes, alguien de la banda tenía que haberlos delatado.

Los jinetes ascendieron un terreno escarpado, alcanzaron la parte alta de una colina cubierta de árboles y maleza y se detuvieron frente a una cabaña que apenas se distinguía a la luz del crepúsculo en medio de la espesura. A sus oídos, proveniente del valle ya a oscuras que acababan de recorrer, llegaba el murmullo de un río. Desmontaron, ataron las riendas de los caballos al tronco de un árbol, echaron un último vistazo alrededor y entraron. Maddox encendió una lámpara cuyo tenue resplandor le permitió ver el interior de la estancia: dos ventanas desde las que podían cubrir parte del bosque y el acceso a la cabaña, una cama destartalada con un par de mantas polvorientas, un pequeño baúl, una mesa y sillas y una escupidera. Brady y Carter se quitaron los sombreros y se derrumbaron, agotados, en los asientos, mientras Maddox se despojaba del sombrero y del guardapolvo, que arrojó uno encima del otro sobre la cama. Luego abrió el baúl, sacó una botella de whisky y vasos y se sentó a la mesa con sus compañeros.

–Mañana a esta hora estaremos camino de Texas –dijo con gravedad después de que todos hubieron bebido. Luego observó a Brady y a Carter.

–Fue una trampa –afirmó al cabo–. Conocían nuestro plan. No tuvieron más que esperar a que saliéramos del banco para cazarnos.

Sus compañeros levantaron la vista, asombrados.

–Los hombres de Pinkerton llevaban tiempo sobre nuestra pista –añadió Maddox–, y al fin nos han encontrado.

Apuró su vaso. Carter y Brady lo miraban con atención. Maddox se dirigió al primero.

–George, te uniste a nosotros hace pocos meses por mediación de Hathaway, pero siendo el menos experimentado, escapaste del tiroteo sin un rasguño.

Carter se movió ligeramente hacia delante, como si no comprendiera lo que acababa de oír.

–Dos días antes del atraco saliste del refugio y fuiste hasta Dunning –siguió Maddox.

–Fui a la granja a ver a mi madre –explicó Carter–. Ya lo hice otras veces, y no pusisteis ninguna objeción.

–Los agentes de Pinkerton te estaban esperando allí.

–¿Estás loco, Hank? –exclamó Carter.

–No es la primera vez que sucede algo así. Tenía que haberme dado cuenta, pero me fié del criterio de Hathaway.

Carter trató de sonreír, pero sólo logró una mueca atribulada.

–Supongo que bromeas...

–No hay otra explicación. Llevamos mucho tiempo aislados, nadie más conocía nuestro plan.

–Brady también salió –protestó Carter de buena fe–. Y lo mismo hicieron Lane y Ellsworth.

Brady miró fijamente a Carter.

–A Lane y a Ellsworth los mataron delante del banco –repuso Maddox–. Y Brady lleva luchando a mi lado desde que estalló la guerra.

Carter no supo qué responder.

–Levántate –dijo Maddox, echando su silla hacia atrás e incorporándose.

Carter pareció enmudecer.

–¿Qué estás diciendo? –murmuró.

Brady se puso en pie y se desplazó a un lado de la mesa.

–¡Levántate! –bramó Maddox.

Carter se irguió sin apartar la mirada de la suya.

–Maldita sea, Hank, yo no hice nada...

–No vamos a perder más tiempo. Tienes la oportunidad de defenderte. Es más de lo que mereces.

–Hank, sabes que no tengo ninguna oportunidad contra ti...

Carter retrocedió hacia la puerta y se detuvo al sentirla a su espalda. No podía hacer frente a Maddox, pero tampoco tenía ninguna posibilidad de abrir y salir corriendo de allí. Brady no se movía de donde estaba, y no parecía dispuesto a hacer nada por ayudarlo. Carter se dio cuenta de que era el final del camino para él. Sin embargo, no había delatado a Maddox, y sería incapaz de traicionar a unos hombres junto a los cuales había encontrado al fin su lugar. Acercó la mano al revólver que llevaba entre el cinturón y la camisa. Maddox aguardaba al otro lado de la mesa. Carter tiró del revólver, Maddox desenfundó y abrió fuego y Carter cayó contra la puerta, se encogió con un gesto de dolor y se vino abajo. El revólver estaba entre los dedos de su mano derecha, pero no había llegado a disparar. Dejó escapar un gemido y cerró los ojos. Maddox guardó su arma y se acercó hasta él, dándole la espalda a Brady. Éste retrocedió unos pasos sin hacer ruido y sujetó su revólver con tiento. Maddox contempló en silencio el cadáver de Carter. Iba a volverse cuando Brady sacó el revólver y le disparó a quemarropa hasta vaciar el cargador. Se detuvo al apretar el gatillo y sentir que no le quedaban balas. Su corazón latía con rapidez. Maddox estaba tirado a sus pies con la cabeza hecha pedazos y la espalda y los brazos acribillados. Brady no podía creer que hubiera matado a aquel hombre sin ayuda alguna. Guardó el revólver olvidando cargarlo, tosió a causa del humo que se extendía por el interior de la cabaña y dejó escapar una carcajada nerviosa. Luego recordó cómo, cuatro años antes, su caballo se había roto una pata cuando huían de Gettysburg y Maddox volvió sobre sus pasos a galope tendido para sacarlo de allí en la grupa.

Brady salió evitando pisar a los dos hombres tirados frente a la entrada, montó un caballo que creía el suyo (en realidad era el de Carter), picó espuelas y se perdió en la noche.

miércoles, 12 de febrero de 2014

ATARDECER EN LAKE VALLEY

El forastero llegó al atardecer a Lake Valley, Nuevo México, mientras cabalgaba de camino hacia el sur. Recorrió al paso la calle principal prestando atención a la gente con la que se cruzaba y frenó el caballo frente a una oficina de correos situada al otro extremo de la ciudad. En la pared había un cartel en el que se ofrecía una recompensa por la captura de un fugitivo de la justicia. El forastero arrancó el papel y le echó un vistazo. Su rostro se ensombreció. Dobló el papel y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Un hombre corpulento, aseado y recién afeitado, salía en ese momento de la barbería contigua. Se detuvo en lo alto de las escaleras y observó al forastero, que se disponía a seguir adelante.

–Un momento –dijo el hombre de la barbería–. Antes de marcharse, deje eso donde estaba.

El forastero miró hacia él.

–¿Se refiere al anuncio?

El otro no respondió.

–No creo que le interese a nadie –repuso el forastero con forzada cordialidad–. A estas alturas, el fugitivo ya debe de estar llegando a Durango.

–Eso no es asunto suyo. Tal vez alguien quiera sacarse unos dólares con la captura de ese tipo.

La cordialidad se borró del rostro del forastero. Espoleó el caballo, pero el otro hombre sujetó la rienda y lo hizo detenerse. El animal relinchó y se movió adelante y atrás. La gente que pasaba volvía la cabeza hacia la barbería. El forastero bajó la vista.

–Suelte la rienda –murmuró.

–Deje eso donde estaba –repuso el hombre de la barbería.

El forastero trató de seguir adelante pero el otro se lo impidió.

–¿Es que no me ha oído? –insistió sin soltar la rienda.

El forastero hizo ademán de separarlo y el otro tiró de su pierna hacia arriba y lo mandó a tierra. Los transeúntes se detuvieron con interés. El barbero salió a la puerta y el cliente del que se ocupaba en ese momento se asomó a la ventana con una toalla al cuello y media cara cubierta de espuma. El forastero se puso en pie rápidamente y se quitó la chaqueta, y los que lo rodeaban repararon en la estrella de plata prendida de la solapa. Su agresor, que acababa de apartar el caballo y se acercaba con los puños cerrados, se detuvo al ver cómo llevaba las manos al cinturón, del que colgaban dos Colts. Cuando el forastero se quitó el cinturón, el otro cargó contra él. Los espectadores abrieron bien los ojos. El forastero paró la acometida y de un puñetazo mandó a su rival al otro lado de la calle. Éste se repuso y volvió a la carga con furia. Tras un duro intercambio de puñetazos, el hombre de la barbería cayó contra el costado del caballo. El animal se encabritó y el hombre de la barbería se desplomó agotado. Había perdido por completo el aspecto pulcro que tenía antes. El forastero se acercó hasta su caballo. Uno de los que habían presenciado la pelea echó a andar hacia él con paso firme, y al verlo acercarse el forastero sacó un revólver de la canana. El otro se detuvo.

–¡Ya basta! –exclamó el forastero–. ¡Soy el marshall John Brennan, de Silverton! Voy en busca de mi hermano Tom y ningún cazador de recompensas lo va a encontrar antes que yo.

Mientras se ponía el cinturón y la chaqueta los curiosos se hicieron a un lado para que pudiera montar, aunque ya estaban a una distancia suficiente desde que habían visto el revólver en su mano derecha. 

–¿De qué lo acusan? –preguntó una mujer mexicana que había salido de un almacén y lo miraba con cierta simpatía.

–Ahora ya de nada –respondió el marshall a lomos del caballo–, por eso tengo que encontrarlo.

Pero, dos semanas antes, Tom habría perdido la vida si Brennan y Carter, su ayudante, no hubieran actuado con rapidez. El alcalde de la ciudad y Tom se habían peleado una noche en plena calle después de que el primero agrediera a una de las mujeres del saloon, y varios vecinos formaron un corro en torno a su hermano y lo echaron a patadas. El alcalde apareció muerto de madrugada cerca del local, y los que acudieron al oír el disparo acusaron de inmediato a Tom. Brennan se encargó de sacarlo de la habitación de la pensión donde dormía, y una vez en la cárcel Carter y él tuvieron que alejar a tiros a la turba que se había formado ya para lincharlo. Brennan  se preguntaba qué podía hacer por su hermano, pero Carter lo vio claro: le abrió a Tom la puerta de la celda y lo dejó huir por una ventana mientras Brennan trataba de calmar los ánimos en la puerta principal. Éste se enteró más tarde y salió en su busca. Siguió su rastro hacia el sur, y tras varios días de marcha se disponía a retomar el viaje después de descansar en San Antonio, cuando Carter llegó a lomos de un caballo agotado y le dijo que habían descubierto al verdadero asesino. La mujer a la que defendió Tom confesó haber visto cómo un desconocido seguía al alcalde hasta la calle, se encaraba con él en un callejón y terminaba disparándole a quemarropa. Luego había huido hacia el norte, todas las ciudades situadas a lo largo del camino habían recibido ya una orden de busca y captura. La mujer ignoraba el motivo del enfrentamiento, y decía que nunca habría delatado al desconocido si no fuera porque Tom iba a pagar en su lugar. Su hermano ya no tenía nada que temer, era ahora cuando el marshall debía encontrarlo, antes de que un cazador de recompensas le disparara por la espalda o de que desapareciera para siempre al otro lado de la frontera.

Brennan picó espuelas y los curiosos se apartaron un poco más mientras salía al galope de Lake Valley. Pronto lo perdieron de vista, y el único rastro de su paso era una nube de polvo que se desvanecía a la luz del atardecer en lo alto de una colina.

jueves, 9 de enero de 2014

LA CHICA DEL VIDEOCLUB

A Javier
Durante un par de años hubo en mi pueblo dos videoclubs, uno situado bajo los soportales de la Calle Real y el otro en la calle de las afueras que conduce hasta la estación de ferrocarril. Éste era mi preferido, no porque tuviera muchas películas sino porque algunas eran viejos clásicos que siempre había querido ver, títulos algo olvidados que los más mayores recordaban haber visto en el cine y quizá luego en algún lejano pase televisivo. Allí alquilé La jungla en armas, La venganza del bergantín, Tambores lejanos o Pasos en la niebla. El propietario era un tipo de pocas palabras que se parecía a David Johansen y pronto me saludaba con cierta familiaridad. Debí de ser uno de los clientes más asiduos de aquel videoclub, hasta que lo cerraron por motivos que nunca estuvieron del todo claros. Así que tuve que volver al local más concurrido de la Calle Real, donde había la oferta habitual de grandes producciones como Ben-Hur, Estación polar Cebra, Cimarrón o El coloso en llamas, películas que alquilaban al final de la semana los niños que salían del colegio, las madres que hacían la compra o los padres a la vuelta del trabajo, para ver en familia el sábado por la noche.

Cuando yo tenía catorce años, empezó a trabajar en el videoclub una chica de unos veinte que venía de una aldea cercana y vivía en un pequeño edificio de las afueras. Hacía piragüismo, era alta y muy guapa y tenía un cuerpo esbelto y vigoroso, y un aire exótico y agitanado, que causaron sensación en la zona e hicieron que con su llegada aumentara la clientela masculina de la tienda. A decir verdad, a mí no me atraía demasiado: mucho más que las chicas de mi edad o que la diosa del videoclub, me gustaban las atractivas y cuarentonas dependientas de las mercerías, fruterías, zapaterías, pescaderías, panaderías y papelerías del pueblo, a las que veía trabajar al otro lado de los escaparates cuando pasaba por delante. Empecé a frecuentar aquellas tiendas y a charlar con sus empleadas o con sus dueñas con una falta de timidez que me sorprendió a mí mismo. Alguna me consideraba un pobre diablo y otras me trataban con cierta simpatía y parecían alegrarse al verme llegar, aunque no acababan de entender qué pintaba por allí tan a menudo.

Quien no me consideraba un pobre diablo era mi amigo Miguel, un chaval que repetía por tercera vez primero de BUP cuando llegué al instituto. Miguel era un tipo de una pieza, jugaba muy bien al balonmano, las chavalas del pueblo estaban locas por él y siempre acababa liado con alguna los sábados por la noche, lo que sentaba muy mal a sus compañeros de clase. El primer día del curso tuvimos que sentarnos juntos porque sólo quedaba libre aquella mesa. Por la tarde, ya hablábamos con familiaridad de la música que nos gustaba escuchar, de las hostias que pegaban en el colegio donde resultó que habíamos estudiado ambos, de alumnos del internado a los que no habíamos vuelto a ver, de la lancha motora que mis padres compraron cuando nací yo y fue una de las la primeras del pueblo, o de nuestras películas favoritas. Durante las semanas siguientes, a la vez que nos hacíamos amigos, una extraña hostilidad por parte de compañeros y profesores iba creciendo en torno a nosotros. Yo evitaba salir al pasillo si determinados alumnos pasaban en ese momento, y Miguel dejó de frecuentar algunos bares donde, cuando entraba con una chica, siempre había alguien que terminaba por empujarlo o por hacer caer su vaso tratando de provocar una pelea.

Miguel tenía una cierta facilidad para enamorarse. Además, se indignaba cuando en una película o en la vida real alguien hacía sufrir a una mujer, y sostenía con conmovedora convicción que a violadores y a maltratadores, como primera medida y al margen de otras disposiciones legales, había que caparlos a martillazos. A él sí le gustaba la chica del videoclub, y le atraía más a medida que iban pasando las semanas. Los sábados por la noche recorríamos los bares y las discotecas del pueblo en su busca, pero siempre la encontrábamos tomando una copa o bailando con su novio, un caimán de los alrededores al que me sonaba haber visto ganar alguna competición de piragüismo. Cuando yo iba a alquilar una película, Miguel venía conmigo y fingíamos que la cuenta era suya para pagar él y así tener ocasión de hablar con la dependienta. Ella siempre se dirigía a nosotros con una mezcla nada calculada de amabilidad e indiferencia, y sin dedicarnos nunca más palabras de las imprescindibles. Si nos cruzábamos por la calle, respondía algo sorprendida a nuestro saludo porque no nos había reconocido. Cuando entrábamos en la tienda, apenas levantaba la mirada de la revista que estaba leyendo al ver llegar a dos chavales cuyos rostros quizá le resultaran lejanamente familiares.

Fueron pasando los meses, y después de una larga y confusa sucesión de expulsiones del instituto, bromas crueles, humillaciones, agresiones, peleas, faltas a clase y suspensos, terminó el curso y llegó el verano. Miguel no podía quitarse de la cabeza a la chica del videoclub, y con una mezcla de ilusión y melancolía esperaba verla remar río abajo durante el descenso que tenía lugar a principios de julio, coincidiendo con el comienzo de las fiestas locales. El día anterior, a media tarde, las calles del pueblo se iban llenando de vecinos que volvían de la playa, de familias que vivían en aldeas cercanas o de chavales que venían de otros municipios para disfrutar de una noche animada y previsiblemente violenta. Había un anhelo palpable de bronca colectiva y una violencia implícita en gestos y miradas, y a lo largo de las horas siguientes más de un chaval de fuera iba a verse envuelto en una pelea con quince o veinte del pueblo, de la que saldría en ambulancia y sin ganas de volver a poner un pie por allí.

Miguel y yo entramos en unos bares, evitamos otros, hablamos con amigos y conocidos, tomamos bastantes copas y acabamos en una discoteca del centro, no porque nos gustaran el ambiente o la música (aunque a veces ponían alguna canción buena), sino porque era donde paraban los piragüistas a esa hora. Vi a la chica del videoclub en la pista, bailando al ritmo del “Red Red Wine” de Neil Diamond interpretado por UB40, mientras su novio charlaba con remeros del equipo local en las mesas del fondo, tal vez de la competición que se iba a celebrar al día siguiente y probablemente fuera a ganar alguno de ellos. Si un desconocido de su edad o de la de Miguel aparecía con una chica como aquélla, en un cuarto de hora podía salir de allí con los pies por delante, y quizá también le cayera alguna hostia a ella. Pero a la chica del videoclub y a su novio parecían respetarlos tanto los demás piragüistas como el resto de la gente. Miguel aún no se había dado cuenta de que no estaba sola, y mientras yo me dirigía a uno de los camareros fue hasta la pista y empezó a bailar muy cerca de ella. No tardó en situarse a su lado, buscando una comunicación que, por la forma en la que ella seguía moviéndose sin hablarle ni mirarlo, pronto comprendí que no se iba a dar. Miguel insistía, echando mano de tácticas bien ensayadas que habrían funcionado con cualquier otra chica del local pero no estaban funcionando con la única que le gustaba a él. Me volví hacia las mesas y observé a los piragüistas. El novio de la chica del videoclub parecía sentirse a gusto, charlaba con unos y con otros, bebía un trago y de vez en cuando miraba la pista y contemplaba a su novia con orgullo mal disimulado. A pesar de su aspecto algo amenazador, se veía a la legua que no era mal tipo y que la quería, y también que no le estaba quitando el ojo de encima a Miguel. Decidí aconsejar a mi amigo que dejara las cosas donde estaban, pero acabó dándose por vencido y antes de que yo me levantara regresó a la barra con aire abatido.

–Nada, tío, no hay manera –dijo en voz alta para hacerse oír por encima de la música y el ruido. Terminamos las consumiciones, salimos de la discoteca y nos alejamos calle abajo abriéndonos paso entre la multitud. Pronto llegamos a una zona tranquila de las afueras, desde donde se veían los bares del puerto y el extremo del puente que salva el último tramo del río y constituye el acceso principal al pueblo. Caminamos unos minutos por la orilla y nos detuvimos en un parque con árboles y bancos de madera algo alejado del centro. Contemplamos en el agua el reflejo de las luces de las aldeas desperdigadas entre los montes del otro lado. Se me pasó por la cabeza que quizá un día sería conveniente marcharse de allí, conocer otras gentes y otros lugares, pero en aquel momento Miguel sólo podía pensar en la chica del videoclub, así que ya habría tiempo para hablar de eso en otra ocasión. Estuvimos un rato parados en silencio frente al río mientras llegaban a nuestros oídos los ruidos lejanos de la fiesta. Luego decidimos volver a nuestras casas. De regreso hacia el centro, nos desviamos por una calle tranquila en la que nunca se veía a nadie a esa hora y pasamos por detrás del edificio donde vivía la chica del videoclub. Sabíamos que había alquilado uno de aquellos apartamentos de la planta baja cuyas habitaciones traseras, debido al desnivel del terreno, estaban a la altura de un primer piso. Sin decir una palabra, aminoramos el paso hasta detenernos debajo de una ventana que supusimos la suya y miramos hacia arriba. A un par de metros por encima de nuestras cabezas había un tendal para la ropa, y de él colgaban varias prendas entre las que pudimos distinguir unas bragas de satén negro que parecían brillar a la luz de la luna. Hice ademán de seguir adelante, pero Miguel no se había movido ni apartaba la vista del tendal. Aunque nunca lo había pensado antes, en ese momento se me ocurrió que no me importaría hacerme con unas bragas, lavadas o no, de alguna de mis queridas dependientas. Me acerqué hasta él.

–Tienen que ser suyas –murmuró–. Cómo me gustaría conseguirlas…

–A lo mejor puedes cogerlas de un salto –propuse.

Dudó unos segundos, quizá preguntándose qué iba a pensar ella cuando, al día siguiente, descubriera la ausencia de las bragas. Luego tomó impulso mientras yo me hacía a un lado y saltó con todas sus fuerzas, pero el tendal estaba fuera de su alcance. Volvió a intentarlo tres o cuatro veces con el mismo resultado. El ruido de sus pisadas al caer resonaba por toda la calle. Alguien abrió una ventana en el edificio de enfrente, y al volvernos hacia allí vimos a un tipo de unos sesenta años que nos estaba observando desde una habitación con la luz apagada en la tercera planta. Después de aquellos intentos fallidos, deliberamos un momento y decidimos que uno de nosotros trepara por encima del otro, se pusiera de pie sobre sus hombros, se apoyara con una mano en la pared y con la otra tratara de alcanzar el tendal. Yo era el más delgado y Miguel el más fuerte, así que juntó las manos, puse un pie encima de ellas y haciendo un esfuerzo subí hasta su espalda. Luego él se irguió todo lo que pudo y yo, sin apartar la mano izquierda del punto de apoyo, estiré el brazo derecho hacia la cuerda del tendal de la que colgaban las bragas.

–¿Qué, lo estáis pasando bien, mierdecillas? –exclamó de pronto el tipo de la ventana. –¿Queréis que vaya ahí?

Conseguí acercarme al tendal unos centímetros más.

–¿Me estáis oyendo, mamones? –insistió el de la ventana al no obtener respuesta.

–¡Que te jodan! –dijo Miguel tratando de no cambiar de posición.

–Si pudieras moverte un poco hacia delante… –murmuré a la vez que intentaba no perder el equilibrio. Miguel avanzó un paso, pero tuve que apoyarme en la pared con las dos manos porque estaba a punto de caer. Volví a intentarlo, y mis dedos casi habían alcanzado las bragas cuando Miguel se giró ligeramente a la izquierda.

–¿Pasa algo? –pregunté.

–¡Apura, Toñito, que viene la poli! –exclamó.

Al volver la cabeza pude ver un coche de la policía municipal que doblaba una esquina entre dos edificios y avanzaba hacia nosotros desde el otro extremo de la calle. Con un último esfuerzo, conseguí sujetar las bragas y me vine abajo mientras oía cómo se desprendían de las pinzas haciendo vibrar la cuerda del tendal. Miguel me ayudó rápidamente a levantarme.

–¿Estás bien? –dijo, y tras mi respuesta afirmativa añadió: –¿las tienes?

–Aquí están –respondí mostrándole las bragas, y él sonrió y me apoyó una mano en un hombro. Notamos en la cara el resplandor de los faros. El coche aumentó la velocidad, el tipo de la ventana empezó a vociferar y nosotros salimos por pies con las bragas a buen recaudo, rehicimos a trompicones el camino andado y huimos a todo correr por la orilla del río.